Rodrigo
Alonso
“Una palabra sobre el título.
No se me oculta que éste es un ejemplo
del monstruo que los lógicos han denominado contradictio in adjecto,
porque decir que es nueva una refutación del tiempo es atribuirle
un predicado
de índole temporal, que instaura la anoción que el sujeto
quiere destruir”.
Jorge Luis Borges
La escena es absolutamente simple, casi banal. Un instante de tensión,
durante un juego de cartas, ha quedado detenido en el tiempo, en la mirada
desplegada de cuatro de sus protagonistas. Pero ¿acaso eso es posible?
¿si estuviera detenido, seguiría existiendo el tiempo?
La fotografía no tiene por misión conservar congelados los
instantes. Casi por el contrario, sus imágenes eternizan el momento
del registro en un rastro cuya voluntad parece ser perdurar por siempre.
Las fotografías de Mikkel McAlinden, en su insistencia por inmovilizar
un fragmento de realidad, hacen estallar la temporalidad, enfrentándonos
a una escena completamente artificial (pero ¿acaso todo congelamiento
de la realidad no es un artificio?). Y sin embargo, casi simultáneamente,
su carácter netamente narrativo nos reconduce al universo de la
progresión temporal.
Esta tensión tiempo/atemporalidad es el producto de un virtuosismo
de la puesta en escena, una cuidada manipulación digital y un gusto
barroco por el trompe l’oeil. La precisión de cada
detalle induce un strip tease de la fotografía, en el que aquel
inconciente óptico del que hablaba Walter Benjamin –esas
huellas de la realidad que la cámara registra pero de las que no
somos del todo concientes– parece haber llegado a un grado máximo
de exterioridad. Las imágenes de McAlinden no son realistas: son
hiperreales. Y así como el minimalismo agotó el formalismo
al llegar al límite de la forma, esta hiperrealidad clausura toda
esperanza, para el registro fotográfico, de un contacto íntimo
con la realidad.
Para Pierre Bourdieu, la fotografía familiar es una especie de
teatro que las familias construyen para convencerse de su propia unidad.
¿de qué quiere convencernos McAlinden? ¿de la continuidad
del mundo? En todo caso, esa continuidad es aquí el resultado de
un efecto. Y ese efecto nos habla, en todo caso, de la irrealidad del
mundo. Si sabemos lo que nos conviene, será mejor no confiar demasiado,
a pesar de toda su seductora inmediatez, en las imágenes de este
artista...
Las cuatro tomas que componen End Game están dispuestas
en las paredes de un recinto cuadrado, reproduciendo la situación
enfrentada de sus protagonistas. A su ingreso, el espectador es colocado
literalmente en el centro de la escena. Inmediatamente, se percibe una
situación incómoda: compartir, simultáneamente, el
centro y los cuatro extremos del escenario produce un descentramiento
altamente perturbador. Hay un extrañamiento, en el sentido brechtiano
del término, que impone una distancia crítica. Pero esa
distancia se contradice, nuevamente, con nuestra ubicación en el
centro de la escena. Otra situación paradojal
No menos inquietante es esa sensación, también siempre presente,
de una irrealidad permanente. Todo es muy corriente, demasiado cotidiano,
y al mismo tiempo, terriblemente inusual. Es como si este acceso privilegiado
a la escena, este íntimo conocimiento de sus personajes y su entorno,
de sus actitudes y sus pasiones, amplificara una pulsación ominosa;
como si esta compulsión a escudriñar las imágenes
reactivara los ecos del consejo de Tiresias, “mejor no insistir
en conocer aquello de lo que podamos arrepentirnos”.
Y sin embargo, ¿cómo evitar que se reactualice la escena
trágica? ¿cómo no caer en la tentación de
Edipo? ¿cómo evitar este universo de pura visibilidad, perfecto
en sus detalles, lógico hasta las últimas consecuencias
y esencialmente ordenado? ¿como eludir este teatro que
es un espejo de la realidad y al mismo tiempo nos transporta
más allá de ella?
“No, las palabras no hacen el amor, hacen la ausencia...”,
decía Alejandra Pizarnik. ¿y qué es lo que hacen
las imágenes? Ya es casi un tropo de la historia del arte sostener
que la fotografía precipita el final de la etapa representativa
de la pintura, asumiendo ella misma esa tarea. ¿Es posible, todavía
hoy, sostener semejante afirmación? Las obras de McAlinden nos
posicionan frente al verdadero final de la partida.
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Publicado
en:
ARCO Noticias, No 24,
Madrid, Verano de 2002.
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