Rodrigo
Alonso
“Se traza un mapa de donde se ha estado.
Pero aún no hay un mapa
del lugar hacia donde nos dirigimos”
Audre Lorde (1)
I.
Aunque parezca lo contrario, la experiencia del
paisaje es hoy bastante infrecuente. Aun cuando estamos inundados de imágenes
de impresionantes parajes naturales, a través de la publicidad,
las postales turísticas y hasta en los protectores de pantalla
de las computadoras, lo cierto es que pocas veces somos invitados a construir
una verdadera experiencia a partir de ellas, a con-vivir con los esplendores
de la naturaleza o a considerarla y concebirla en toda su potencialidad
conceptual y emocional.
De hecho, la fotografía paisajística publicitaria a la que
estamos acostumbrados funciona exactamente en el sentido inverso. La imponente
belleza de un paisaje debe dejar afuera a su espectador para asegurar
la provocación de su deseo, ya que se desea, justamente, aquello
que no se posee. En esta separación radical entre sujeto y objeto
de la experiencia, entre naturaleza y cultura, se cifra una clave que
no pertenece únicamente al negocio del turismo, sino que pulsa
en la base misma del pensamiento moderno occidental.
Es claro que el paisaje no es lo mismo que la naturaleza. En tanto construcción
visual, supone la mediación de una mirada y de un conjunto de recursos
técnicos y formales. Supone, también, una distancia de su
referente natural: quien vive sumido en la naturaleza, ve ríos,
montañas, sierras, acantilados... pero no paisajes. Por este motivo,
la tradición paisajista ha sido habitualmente el fruto de una experiencia
urbana, a veces apasionada y otras nostálgica, que encuentra en
la naturaleza un espacio de pensamiento y reflexión sobre las vicisitudes
de una vida cada vez más apartada del entorno natural.
En tanto representación, el paisaje ha sido, ante todo, un posicionarse
en el mundo, la traducción de una mirada situada frente al universo
en un instante de interrogación y desconcierto. Así lo demuestra,
por ejemplo, el paisaje romántico, con su insistencia en la pequeñez
del ser humano ante la magnificencia de la naturaleza, metáfora
del agobio frente a un mundo que parece escapar crecientemente al control
de los hombres. El impresionismo forjó su propia mirada de este
mundo en transformación a través de la experiencia del paisaje.
Como afirma Claude Levi-Strauss (2), su
insistencia por pintar al aire libre señala su resistencia ante
una realidad urbana cambiante, donde las fábricas, los medios de
transporte y el avance tecnológico amenazan con anular el contacto
con lo natural.
El retorno al paisaje desde una práctica artística nos obliga
a preguntarnos por esa mirada detrás de las imágenes, por
esos interrogantes y esas dudas. De otra manera, caeríamos irremediablemente
en la superficialidad u, otra vez, en la nostalgia. Esto no implica que
no deba valorarse la belleza de las imágenes, el sutil balance
de las tonalidades, la precisión de los encuadres o la claridad
compositiva. Sino, más bien, entender que el paisaje no es ni puede
ser un fin en si mismo en la voluntad de un artista. Si lo fuera, sus
imágenes no serían demasiado diferentes a las del publicista,
que concentra en la superficie de sus parajes paradisíacos la atención
de los posibles consumidores, para desviarlos del sustrato económico
que funda la representación.
Una observación rápida al paisaje artístico contemporáneo
descubre, en general, sitios poco frecuentes, incluso muchas veces irreconocibles,
fragmentados, con escasas referencias geográficas. Otras veces,
son lugares demasiado comunes, indiferentes o neutralizados en el cliché.
No apuntan a nuestro deseo de estar allí; más bien, parecen
decirnos que alguien (el artista) estuvo allí. No importa
cuán vasto sea el sitio retratado, las imágenes son siempre
íntimas, personales, privadas. No están destinadas a circular
indiscriminadamente, sino a inducir estados de contemplación, reflexión,
introspección, reconocimiento. A proponer una experiencia.
II.
Si hojeamos un folleto turístico y nos
detenemos en la imagen de una playa, estaremos en presencia de una de
las representaciones prototípicas de la naturaleza para el habitante
de una ciudad. Más allá del país o la región
a la que pertenezca –un dato absolutamente irrelevante– las
características de la imagen y lo que veremos en ella tendrán
muy poca variación: las aguas serán celestes, cristalinas
y calmas, penetrando suavemente sobre una extensión de arena amarilla,
o más bien blanca, más allá de la cual se extenderá
una vegetación frondosa, en variados tonos de verde (si la playa
estuviera rodeada por una ciudad, el encuadre se encargará de eliminarla
inadvertidamente). La toma habrá sido realizada a pleno sol para
resaltar los colores y eliminar las sombras molestas, permitiendo la captación
del máximo de detalles. El resultado será una imagen estática
y atemporal: la naturaleza nos esperará siempre en la misma forma;
así la encontraremos el día que decidamos invertir nuestro
tiempo y dinero en ella.
Pero, ¿acaso hay algo más antinatural que una naturaleza
inmutable? Es increíble ver cómo el paisaje se ha convertido,
de la mano del utilitarismo económico, en una entidad sin vida,
en una estampa de la reificación de la naturaleza que, como contrapartida,
nombra la creciente instrumentación de nuestro entorno en estructuras
cada vez más rígidas y menos vitales.
Contraponiéndose a esta mirada, los artistas contemporáneos
se orientan hacia las imágenes dinámicas, ligeras, inestables.
Esa movilidad no es necesariamente literal. Puede aparecer en el examen
de las huellas del tiempo adheridas a un espacio, en la captación
de detalles fugaces, en la plasmación de estados transitorios,
en el registro de procesos en curso o latentes. Se encuentra, igualmente,
en la rapidez de los registros, en las tomas instantáneas, en imágenes
movidas o fuera de foco, en la yuxtaposición de diferentes registros
icónicos o estéticos, que confrontan territorios y momentos,
el temporalidad de la imagen con la de la lectura o con la de la palabra.
Recursos que multiplican las miradas, en lugar de fijarlas; que movilizan
la atención en lugar de anestesiarla.
III.
Esa discursividad de lo inestable, esa voluntad
por no fijar las imágenes, por conservar sus ritmos latentes y
proyectarlos como arena para la reflexión, transforma al paisaje
contemporáneo en una nueva ocasión para articular los interrogantes
y desconciertos de la vida actual. Una vida caracterizada por cambios
profundos, por nomadismos y desplazamientos, por un insistente sentimiento
de confusión e inestabilidad.
Numerosos autores han caracterizado de nómade a la existencia contemporánea.
Esta cualidad no se debe, exclusivamente, al volumen de los movimientos
migratorios que en los albores del tercer milenio vuelven a movilizar
a grandes cantidades de personas. De hecho, las migraciones han existido
prácticamente durante toda la historia de la humanidad, en mayor
o menor grado, con mayor o menor intensidad.
El nomadismo al que se refieren esos autores es de otro tipo. Es, ante
todo, un nomadismo intelectual y cultural. Un cambio de pensamiento, una
mudanza en las formas en que concebimos nuestra vida y nuestro entorno,
nuestra relación con los demás, nuestra comprensión
del mundo y nuestra ubicación en él.
Las migraciones nos han acostumbrado al relativismo y a lo transitorio.
Los cambios en la composición étnica, social y cultural
de las ciudades, nos enfrentan a formas de vida y pensamiento desacostumbradas
y diversas. Aquel “otro cultural”, que la antropología
definió al margen de las sociedades occidentales, hoy vive en el
seno de ellas, reconfigurando su estructura y sus hábitos. La globalización,
con su política de circulación exacerbada, genera encuentros
pero también roces culturales, sociales, religiosos.
Las bases mismas del pensamiento occidental, forjadas con esfuerzo durante
toda la modernidad, se han vuelto hoy endebles e inestables. Las crisis
políticas y sociales alimentan un estado de conflictividad en el
que, para retomar una famosa frase de Karl Marx, “todo lo sólido
se desvanece en el aire”. Y en concordancia, se desarrolla un sentimiento
de transitoriedad que excede los marcos políticos, propagándose
hacia los principios y nociones que rigen la vida.
El mundo emprende así un nuevo viaje de horizontes imprecisos,
un viaje huérfano de mapas y de brújulas. Un itinerario
que implica incluso revisitar territorios ya conocidos, con una mirada
fresca y una mentalidad abierta. En este camino, la vuelta al paisaje
como vía para indagar el presente desde el lugar de la imagen adquiere
toda su contundencia. Porque, como sostiene Iain Chambers, “Estamos
desarraigados por representaciones, pero a la vez, estamos arraigados
en ellas” (3).
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Publicado en:
río tierra montaña mar > un itinerario.
Santiago de Chile: Ograma, 2004
Notas
(1) Entrevista a
Audre Lorde reproducida en Grewal, Shabnam, et.al. (eds). Charting
the Jorney. Writings by Black and Third World Women. London: Sheba
Feminist Publishers, 1988.
(2) Levi-Strauss, Claude. Arte, Lengua,
Etnología. Entrevistas con Georges Charbonnier. México;
Buenos Aires: Siglo XXI, 1975 (1961).
(3) Chambers, Iain. Migración,
Cultura, Identidad. Buenos Aires: Amorrurtu, 1995 (1994).
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