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Itinerario nómade


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Rodrigo Alonso

“Se traza un mapa de donde se ha estado.
Pero aún no hay un mapa
del lugar hacia donde nos dirigimos”
Audre Lorde (1)

Rimer Cardillo   Matilde Marin
Rimer Cardillo. Paisaje con cabeza. Fotografía en blanco y negro. 1992. ampliar foto

Matilde Marin. Itinerario hacia la montaña. Fotografía en blanco y negro. 2004.

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I.

Aunque parezca lo contrario, la experiencia del paisaje es hoy bastante infrecuente. Aun cuando estamos inundados de imágenes de impresionantes parajes naturales, a través de la publicidad, las postales turísticas y hasta en los protectores de pantalla de las computadoras, lo cierto es que pocas veces somos invitados a construir una verdadera experiencia a partir de ellas, a con-vivir con los esplendores de la naturaleza o a considerarla y concebirla en toda su potencialidad conceptual y emocional.
De hecho, la fotografía paisajística publicitaria a la que estamos acostumbrados funciona exactamente en el sentido inverso. La imponente belleza de un paisaje debe dejar afuera a su espectador para asegurar la provocación de su deseo, ya que se desea, justamente, aquello que no se posee. En esta separación radical entre sujeto y objeto de la experiencia, entre naturaleza y cultura, se cifra una clave que no pertenece únicamente al negocio del turismo, sino que pulsa en la base misma del pensamiento moderno occidental.
Es claro que el paisaje no es lo mismo que la naturaleza. En tanto construcción visual, supone la mediación de una mirada y de un conjunto de recursos técnicos y formales. Supone, también, una distancia de su referente natural: quien vive sumido en la naturaleza, ve ríos, montañas, sierras, acantilados... pero no paisajes. Por este motivo, la tradición paisajista ha sido habitualmente el fruto de una experiencia urbana, a veces apasionada y otras nostálgica, que encuentra en la naturaleza un espacio de pensamiento y reflexión sobre las vicisitudes de una vida cada vez más apartada del entorno natural.
En tanto representación, el paisaje ha sido, ante todo, un posicionarse en el mundo, la traducción de una mirada situada frente al universo en un instante de interrogación y desconcierto. Así lo demuestra, por ejemplo, el paisaje romántico, con su insistencia en la pequeñez del ser humano ante la magnificencia de la naturaleza, metáfora del agobio frente a un mundo que parece escapar crecientemente al control de los hombres. El impresionismo forjó su propia mirada de este mundo en transformación a través de la experiencia del paisaje. Como afirma Claude Levi-Strauss (2), su insistencia por pintar al aire libre señala su resistencia ante una realidad urbana cambiante, donde las fábricas, los medios de transporte y el avance tecnológico amenazan con anular el contacto con lo natural.
El retorno al paisaje desde una práctica artística nos obliga a preguntarnos por esa mirada detrás de las imágenes, por esos interrogantes y esas dudas. De otra manera, caeríamos irremediablemente en la superficialidad u, otra vez, en la nostalgia. Esto no implica que no deba valorarse la belleza de las imágenes, el sutil balance de las tonalidades, la precisión de los encuadres o la claridad compositiva. Sino, más bien, entender que el paisaje no es ni puede ser un fin en si mismo en la voluntad de un artista. Si lo fuera, sus imágenes no serían demasiado diferentes a las del publicista, que concentra en la superficie de sus parajes paradisíacos la atención de los posibles consumidores, para desviarlos del sustrato económico que funda la representación.
Una observación rápida al paisaje artístico contemporáneo descubre, en general, sitios poco frecuentes, incluso muchas veces irreconocibles, fragmentados, con escasas referencias geográficas. Otras veces, son lugares demasiado comunes, indiferentes o neutralizados en el cliché. No apuntan a nuestro deseo de estar allí; más bien, parecen decirnos que alguien (el artista) estuvo allí. No importa cuán vasto sea el sitio retratado, las imágenes son siempre íntimas, personales, privadas. No están destinadas a circular indiscriminadamente, sino a inducir estados de contemplación, reflexión, introspección, reconocimiento. A proponer una experiencia.

II.

Si hojeamos un folleto turístico y nos detenemos en la imagen de una playa, estaremos en presencia de una de las representaciones prototípicas de la naturaleza para el habitante de una ciudad. Más allá del país o la región a la que pertenezca –un dato absolutamente irrelevante– las características de la imagen y lo que veremos en ella tendrán muy poca variación: las aguas serán celestes, cristalinas y calmas, penetrando suavemente sobre una extensión de arena amarilla, o más bien blanca, más allá de la cual se extenderá una vegetación frondosa, en variados tonos de verde (si la playa estuviera rodeada por una ciudad, el encuadre se encargará de eliminarla inadvertidamente). La toma habrá sido realizada a pleno sol para resaltar los colores y eliminar las sombras molestas, permitiendo la captación del máximo de detalles. El resultado será una imagen estática y atemporal: la naturaleza nos esperará siempre en la misma forma; así la encontraremos el día que decidamos invertir nuestro tiempo y dinero en ella.
Pero, ¿acaso hay algo más antinatural que una naturaleza inmutable? Es increíble ver cómo el paisaje se ha convertido, de la mano del utilitarismo económico, en una entidad sin vida, en una estampa de la reificación de la naturaleza que, como contrapartida, nombra la creciente instrumentación de nuestro entorno en estructuras cada vez más rígidas y menos vitales.
Contraponiéndose a esta mirada, los artistas contemporáneos se orientan hacia las imágenes dinámicas, ligeras, inestables. Esa movilidad no es necesariamente literal. Puede aparecer en el examen de las huellas del tiempo adheridas a un espacio, en la captación de detalles fugaces, en la plasmación de estados transitorios, en el registro de procesos en curso o latentes. Se encuentra, igualmente, en la rapidez de los registros, en las tomas instantáneas, en imágenes movidas o fuera de foco, en la yuxtaposición de diferentes registros icónicos o estéticos, que confrontan territorios y momentos, el temporalidad de la imagen con la de la lectura o con la de la palabra.
Recursos que multiplican las miradas, en lugar de fijarlas; que movilizan la atención en lugar de anestesiarla.

III.

Esa discursividad de lo inestable, esa voluntad por no fijar las imágenes, por conservar sus ritmos latentes y proyectarlos como arena para la reflexión, transforma al paisaje contemporáneo en una nueva ocasión para articular los interrogantes y desconciertos de la vida actual. Una vida caracterizada por cambios profundos, por nomadismos y desplazamientos, por un insistente sentimiento de confusión e inestabilidad.
Numerosos autores han caracterizado de nómade a la existencia contemporánea. Esta cualidad no se debe, exclusivamente, al volumen de los movimientos migratorios que en los albores del tercer milenio vuelven a movilizar a grandes cantidades de personas. De hecho, las migraciones han existido prácticamente durante toda la historia de la humanidad, en mayor o menor grado, con mayor o menor intensidad.
El nomadismo al que se refieren esos autores es de otro tipo. Es, ante todo, un nomadismo intelectual y cultural. Un cambio de pensamiento, una mudanza en las formas en que concebimos nuestra vida y nuestro entorno, nuestra relación con los demás, nuestra comprensión del mundo y nuestra ubicación en él.
Las migraciones nos han acostumbrado al relativismo y a lo transitorio. Los cambios en la composición étnica, social y cultural de las ciudades, nos enfrentan a formas de vida y pensamiento desacostumbradas y diversas. Aquel “otro cultural”, que la antropología definió al margen de las sociedades occidentales, hoy vive en el seno de ellas, reconfigurando su estructura y sus hábitos. La globalización, con su política de circulación exacerbada, genera encuentros pero también roces culturales, sociales, religiosos.
Las bases mismas del pensamiento occidental, forjadas con esfuerzo durante toda la modernidad, se han vuelto hoy endebles e inestables. Las crisis políticas y sociales alimentan un estado de conflictividad en el que, para retomar una famosa frase de Karl Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire”. Y en concordancia, se desarrolla un sentimiento de transitoriedad que excede los marcos políticos, propagándose hacia los principios y nociones que rigen la vida.
El mundo emprende así un nuevo viaje de horizontes imprecisos, un viaje huérfano de mapas y de brújulas. Un itinerario que implica incluso revisitar territorios ya conocidos, con una mirada fresca y una mentalidad abierta. En este camino, la vuelta al paisaje como vía para indagar el presente desde el lugar de la imagen adquiere toda su contundencia. Porque, como sostiene Iain Chambers, “Estamos desarraigados por representaciones, pero a la vez, estamos arraigados en ellas” (3).

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Publicado en:

río tierra montaña mar > un itinerario. Santiago de Chile: Ograma, 2004


Notas

(1) Entrevista a Audre Lorde reproducida en Grewal, Shabnam, et.al. (eds). Charting the Jorney. Writings by Black and Third World Women. London: Sheba Feminist Publishers, 1988.

(2) Levi-Strauss, Claude. Arte, Lengua, Etnología. Entrevistas con Georges Charbonnier. México; Buenos Aires: Siglo XXI, 1975 (1961).

(3) Chambers, Iain. Migración, Cultura, Identidad. Buenos Aires: Amorrurtu, 1995 (1994).




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