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Elogio de la ex-centricidad


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Rodrigo Alonso

“El centro de un poema,
es otro poema
el centro del centro,
es la ausencia
en el centro de la ausencia
mi sombra es el centro
del centro del poema
Alejandra Pizarnik (1)

Juan Castillo   Montes de Oca
Juan Castillo. Propuesta de Ocupación. Instalación. 2002. ampliar foto Carlos Montes de Oca. Sin Título. Instalación. 2002. ampliar foto

 

I.

Durante largos años, el arte fue objeto de las teorías de la consistencia; el artista, de las directivas del estilo; la historia, de las lógicas narrativas. Por mucho que se esmerara el artista en la metáfora, la polifonía o el pliegue, a pesar de las contingencias o los accidentes del encuentro de la obra con su espectador, la historia nos ha legado un horizonte de voluntades comunes, de proyectos teleológicos, de evidencias incuestionables sobre las influencias territoriales o el espíritu de una época.
El cuestionamiento de la modernidad ha puesto en crisis el sustrato discursivo de todo este sistema. Pero al hacerlo, fue más allá de la crítica ideológica o la exaltación del relativismo político, social y cultural. En su movimiento de apertura a las voces obliteradas por las narrativas lineales, ha prodigado un universo de fisuras, de fragmentos, de versiones incompletas, de mundos posibles, de prácticas con ecos en otras prácticas, de perplejidad. Ha abierto las puertas, en una palabra, a los demonios de la modernidad.
¿No son esos demonios los que acosan a sus más lúcidos pensadores, revisados hoy por las miradas genealógicas? ¿Qué decir del vértigo de Pascal al proferir esa frase tan citada por Borges, “la naturaleza es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna”?(2)
La experiencia postmoderna acusa un profundo sentido de la desterritorialidad. Aun a pesar de la pervivencia de los estados nacionales, las fronteras geográficas, las tradiciones locales o las identidades territoriales, lo cierto es que la experiencia contemporánea está construida también sobre la transitoriedad, el nomadismo y la diáspora.
En este contexto, la representación de una región, un país o una nación se vuelve extremadamente problemática. No porque no existan rasgos identitarios, huellas de experiencias o ecos de una historia nacional o local. El verdadero sistema en crisis es el de la representatividad, es decir, suponer que las parcialidades puedan dar cuenta cabal de un conjunto o una generalidad. Los discursos verdaderamente contemporáneos promueven esa enseñanza que Gilles Deleuze enfatizó en el pensamiento de Michel Foucault, “la indignidad de hablar por los demás”(3).

II.

Desde esta perspectiva, ¿cómo encarar el análisis de la representación chilena en la II Bienal de Buenos Aires?
Quizás el mejor método sea dar la palabra a los propios artistas y sus obras. Una rápida evaluación de éstas es suficiente para percibir que no existe un sustrato unificador, una referencia insoslayable que funde su sentido último. Más bien, el conjunto se presenta altamente heterogéneo. Ni técnica ni temáticamente pareciera posible encontrar una línea discursiva, un interés en común, ni siquiera el esfuerzo por “representar” una determinada realidad.
Sin embargo, aun sin renunciar a su mutua dispersión, es posible identificar algo así como una constante. Y esa constante está, justamente, en la lógica de la dispersión. Esto, que parece un juego de palabras, está muy lejos de serlo. Por el contrario, se percibe claramente como una estrategia semántica. Dicho rápidamente, no se trata sólo de que sea imposible postular un conjunto que las englobe, sino que son las obras mismas las que parecieran repeler esa intencionalidad.
¿Cuál es el discurso organizador en una instalación como la de Juan Castillo, con sus múltiples y eclécticos canales de información? ¿Acaso es más evidente el de Juan Downey, que nos enfrenta a una cultura de la que apenas podemos dar cuenta? ¿Y qué decir de la instalación de Lotty Rosenfeld, con sus imágenes y su audio en constante migración? La instalación de Catalina Parra ocupa un espacio completamente centrado, presidido por una serie de cadenas ¿Pero son esas cadenas el núcleo semántico que la artista postula como valor? ¿No existe también una elusión de la centralidad en la obra de Carlos Montes de Oca, ubicada literalmente en los márgenes del museo, o en los fotocollages de Alexander Sutulov y Michael Giener, con sus imágenes presionando sobre los marcos del cuadro?
En mayor o menor medida, las obras parecieran compartir un cuestionamiento del poder organizador de los centros. Este centro está ocupado a veces por el poder político y otras por el económico, pero también por el discurso científico (etnográfico, antropológico), la historia del arte y hasta por la propia conciencia del sujeto que percibe o conoce. El descentramiento señala las parcialidades y la incompletud de las referencias históricas, políticas, objetivas y hasta subjetivas, en la medida en que descansan en un principio de autoridad. En su lugar, plantea la relatividad de todo acercamiento a la realidad, en tanto ésta no es independiente hoy de los múltiples discursos que la atraviesan.
Este posicionamiento relativista está muy lejos, sin embargo, de la estética del “todo vale” tan cara a los discursos postmodernistas de la década del ochenta. Fundamentalmente, porque los centros discursivos organizadores a los que hacen referencia las obras no están obliterados, sino más bien puestos a prueba. La estrategia es netamente deconstructiva: el descentramiento (4) pone en evidencia el poder organizador del centro extrañándolo –en el sentido brechtiano del término (5)- en un movimiento que, al hacerlo evidente, permite someterlo a crítica.
De esta forma, existe una invitación constante a reflexionar sobre los discursos sociales, económicos, históricos o políticos, en espacios que, al cuestionar su propio centro gravitacional (6), abren el juego a múltiples interpretaciones. “Siempre se ha pensado que el centro –sostiene Jacques Derridá- que por definición es único, constituía dentro de una estructura aquello que, rigiendo la estructura, escapa a la estructuralidad. Justo por eso, para un pensamiento clásico de la estructura, del centro puede decirse, paradójicamente, que está dentro de la estructura y fuera de la estructura. Está en el centro de la totalidad y sin embargo, como el centro no forma parte de ella, la totalidad tiene su centro en otro lugar. El centro no es el centro... este es entonces el momento en que, en ausencia de centro o de origen, todo se convierte en discurso, es decir, un sistema en el que el significado central, originario o trascendental no está nunca absolutamente presente fuera de un sistema de diferencias. La ausencia de significado trascendental extiende hasta el infinito el campo y el juego de la significación”(7).

III.

En 1976-77 Juan Downey vivió entre los Yanomami, la etnia más antigua de América y la más numerosa del Amazonas. Sus diarios registran el acontecimiento. Pero en lugar de constatar simples observaciones o los aspectos sobresalientes de la cultura indígena (como habitualmente sucede con el relato etnográfico), sus páginas recogen con frecuencia dudas, vacilaciones, auto-cuestionamientos: “En la soledad, al principio, creí enloquecer. El decrecimiento de entradas occidentales a mi sistema neurológico acarreó una confrontación desnuda con mis viejos fantasmas. Los viejos problemas se presentaron descarnadamente, y ahora ya me encuentro sin armas, desnudo, soltero, sin hijos, para mitigar la presión demasiado real de tan profunda introspección. Al observarme actuar, fui alterando tales estructuras subjetivas, y piedra a piedra, reconstruí el edificio de mis propósitos. ¿Cómo vivir en una sociedad primitiva cuando aquellos con quienes viniste a compartir un estilo de vida arraigado en la selva y sus espíritus, se te acercan llenos de ternura pero también con constantes exigencias cuya satisfacción engendraría la destrucción de esa misma vida que admiras?”(8).
El enfrentamiento con una cultura radicalmente diferente, engendra en Downey un replanteamiento igualmente radical, que ya no se refiere a los Yanomami sino a sí mismo. Como sostiene Coco Fusco, “El artista se centra en lo intersubjetivo, en el efecto que sus sujetos tienen sobre él. Vemos cómo la experiencia en el seno de los Yanomami afectó su conciencia, al tiempo que, como artista, confiesa su propia sensación de fracaso como viajero y se burla de su deseo de travestismo cultural. Por consiguiente, lo que se nos presenta es un documental sobre las dificultades y las motivaciones psicosociales del proyecto etnográfico occidental de conocimiento del yo, a través de la objetivación y la posesión del otro”(9).
La instalación Círculo de Fuegos encarna este conflicto. A pesar de su estructura estrictamente centrada -a través de la cual Downey evoca las prácticas rituales Yanomami y los ritmos de la naturaleza- el espectador ubicado en el centro se encuentra ante la imposibilidad de reconstruir el paisaje cultural de quienes observa. Ese centro ha perdido su poder organizador para transformarse en un espacio de indeterminación. Desde allí, sólo es posible contemplar un sistema de vida que se desarrolla según ritmos ajenos, pautas secretas, códigos insondables. Mediante un juego de resonancias, descentramientos y multiperspectividades, Downey evita la narrativa antropológica o el comentario documental. Más bien crea una atmósfera, una situación hipnótica que transfigura la cotidianidad silvestre en una incógnita, una sinfonía entonada en claves de poesía y perplejidad.
La instalación de Catalina Parra se construye también alrededor de un espacio fuertemente centralizado. Pero en su caso, el poder del centro se presenta como un orden impuesto al resto de los elementos. El círculo que en la instalación de Downey mentaba un espacio comunal o celebratorio –aunque fuera extraño al espectador- en la obra de Parra se presenta prácticamente como un círculo de opresión. Las cadenas que presiden el conjunto generan un agudo impacto en este sentido. No menos potentes son los núcleos de tensión que puntualizan el resto de la instalación: las pieles atrapadas en los alambres de púas, los panes inmovilizados, la sal marina aprisionada en envases plásticos.
En su obra, Catalina Parra recurre a una sintaxis altamente sintética pero no necesariamente simple. Cada elemento de su lenguaje funciona en un grado máximo de significación. A la identificación de los componentes, rápidamente reconocibles, sigue un lento proceso de decodificación que deconstruye determinaciones algo más abstractas, como relaciones de poder, imposiciones semánticas o sobredeterminaciones discursivas (políticas, sociales, económicas). A esto se debe, probablemente, el énfasis otorgado a la “puesta en escena”: las relaciones entre lo visible y lo invisible surgen del desmontaje crítico de lo evidente. El poder organizador del centro, quizás lo más evidente de la instalación, aparece así como un aspecto problemático y como uno de los objetivos principales de esta estrategia crítica.
Como ha expresado Nelly Richard, “La obra de Catalina Parra sabe que la ideología no es un repertorio de contenidos sino una gramática de producción significante que amarra códigos y subjetividades a determinadas cadenas de representación, y que las tácticas de emancipación del sentido a las que apuesta un arte de oposición y resistencia críticas requieren interrumpir y desorganizar tales cadenas que siempre buscan agenciar -unívocamente- significados y significantes”(10).
En Moción de Orden, Lotty Rosenfeld crea un territorio de entrecruzamientos y choques. Aun en su aparente simplicidad, en la confrontación de una plataforma petrolera, un sendero de hormigas y un fragmento del Ulises de James Joyce, los conflictos estallan en múltiples e impensables frentes. Los hay sociales (las referencias al orden comunitario, el trabajo, las normas sociales), políticos (los sistemas disciplinarios), económicos (el orden capitalista), pero también formales (la dislocación imagen/sonido, la inestabilidad de la reproducción sonora) y hasta de género (en la excelente interpretación que hace Diamela Eltit del fragmento de Joyce escogido(11).
Existen, además, otros de orden más estructural, y en este sentido es fundamental la elección del mencionado fragmento de Joyce y la forma en que se introduce en la instalación. El fragmento es un monólogo interior redactado a la manera de un “fluir de la conciencia”, un relato continuo, sin puntuación, en el que los datos objetivos se entremezclan con las impresiones subjetivas de la narradora, donde interior y exterior se intercambian mediante un juego de espejos en el que cada uno pierde su identidad. Sin embargo, la artista otorga una puntuación, necesariamente arbitraria, a la incuestionada linealidad del texto, haciendo que éste vague por la sala, descentrando la recepción aural del espectador.
Esta dislocación sonora suena como un eco de la dislocación de la conciencia que Joyce genera con su experimentación gramatical. Un eco que produce un extrañamiento del texto, poniendo en evidencia su transgresión de la legalidad sintáctica, evidenciando, al mismo tiempo, las estructuras que rigen nuestra percepción del mundo –ya sea interior o exterior- a través de la mediación del lenguaje.
¿Y qué decir de las imágenes? ¿Acaso esas hormigas no llaman la atención sobre otra realidad igualmente no cuestionada, haciendo visible el artificio de su supuesta naturalidad? Como bien señala Sergio Rojas, una de las claves del trabajo de la artista se da en estos entrecruzamientos: “La dimensión política de la obra de Lotty Rosenfeld radica materialmente en la intervención de los signos, que norman los espacios sociales concretos de existencia. Esta transgresión consiste literalmente en cruzar los signos, es decir, en hacer visibles los límites, en marcar las fronteras. El punto es que para hacer visible un signo que había desaparecido en la anónima e inercial red de habitualidades, es necesario marcarlo desviándose de la línea que su cuerpo legal describe”(12) . El cuestionamiento de los centros en la obra de Rosenfeld pasa por una deconstrucción de los sistemas que estructuran la realidad, pero también, por un escrutinio del propio sujeto, que organiza su vida en función de tales sistemas.
En la instalación de Juan Castillo, la información (visual, sonora, textual, conceptual) se configura a través de una compleja trama de citas, fragmentos, medios, técnicas, reportajes, intervenciones del artista, determinaciones del espacio. En su interior, el espectador es invitado explorar, y no sólo a percibir; de esta forma, su acceso a la propuesta artística sigue los derroteros de una aproximación personal al material, antes que un guión prefigurado por el artista. El conjunto, a primera vista caótico, cobra sentido a partir de esa travesía íntima. En ésta, la ansiedad por interpretar se transforma lentamente en un interés por penetrar en las historias de sus protagonistas.
Castillo parte de una serie de relatos, obtenidos en entrevistas con chilenos en la diáspora. Los relatos son descripciones de sueños, que lentamente van articulándose con la vida y la historia de los entrevistados. Estas narraciones dan lugar a numerosos canales de información simultáneos: fotografías, videos, dibujos dialogan con recortes de diarios, expresiones materiales e intervenciones del artista. “Sin caer en una etnologización de las artes –señala Carlos Ossa- [Castillo] indaga en sitios no articulados por ninguna ficción o noticia, tratando de juntar o coser temporalidades, ver rostros adversos y comprender su belleza, maniobrar fragmentos y no miniaturizar el mundo” (13).
Como lo deja ver el resultado, Propuesta de ocupación es ante todo la consecuencia de un proceso. Y éste parece continuar incluso tras la instalación definitiva, en la paciente tarea de los espectadores. Porque Juan Castillo claramente evita las conclusiones, dejando que cada aproximación construya una nueva textualidad a partir de su propuesta. En su renuncia a imponer un modelo interpretativo, aun arriesgándose a la frustración del espectador, Castillo manifiesta una desconfianza ante la autoridad de los formatos narrativos tradicionales. En su lugar, prefiere enfrentar al público al desafío de construir sus propios sentidos, evaluar y ponderar la información, en una tarea prácticamente opuesta a la que diariamente promueven los medios de comunicación.
En sus trabajos recientes, Carlos Montes de Oca ha utilizado las carpas como metáfora de la vivienda humana. En una serie de instalaciones, su preocupación por las frágiles condiciones de la vida contemporánea se ha plasmado en imágenes de profunda poesía y de gran impacto visual.
Su intervención en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires continúa dentro de esta tónica. Sin embargo, su ubicación en un espacio marginal (una boca de escalera clausurada, en el pasillo que conecta dos salas de exhibición) refuerza el sentido conceptual que las carpas encarnan: no sólo al poner en evidencia el espacio social de sus supuestos habitantes, sino también, al señalar el lugar que todavía hoy corresponde a los objetos de producción masiva e industrial en las salas de un museo. Amontonadas en el hueco de una escalera, las carpas reclaman su legitimidad estética, así como amplios sectores sociales continúan reclamando un espacio de visibilidad comunitaria.

IV.

Conceptual o poéticamente, en la inmediatez o en la alteridad radical, los artistas parecen evitar las narrativas habituales, las interpretaciones evidentes, los sentidos precisos. Y no lo hacen en un alarde de hermetismo o de excentricidad sino, quizás, porque aquellos han dado lugar con frecuencia a historias oficiales que todavía nos quedan por develar.
Las experiencias, las historias y los tiempos son también el contexto de este elogio de la ex-centricidad.

 

tapa

Publicado en:

Presencia Chilena en la II Bienal Internacional de Buenos Aires (cat.). Buenos Aires: Embajada de Chile en Argentina, 2002.


Notas

(1) PIZARNIK, Alejandra: “Los pequeños cantos” (1971) en PIZARNIK, Alejandra. Obras Completas. Poesía y Prosas. Buenos Aires: Corregidor, 1990.

(2) BORGES, Jorge Luis: “La esfera de Pascal” (1951) en BORGES, Jorge Luis. Otras Inquisiciones. Buenos Aires: Emecé, 1973.

(3) Entrevista de Gilles Deleuze a Michel Foucault (1972) citada en OWENS, Craig: “The Indignity of Speaking for Others: An Imaginary Interview” (1982-83) en OWENS, Craig. Beyond Recognition. Representation, Power and Culture. Berkeley, Los Angeles: University of California Press, 1992.

(4) Entendido en los términos de la différence derrideana: la diferencia (del verbo diferir, aplazar o desplazar) produce diferencia (diversidad, discrepancia o, en términos saussureanos, valor). Véase, por ejemplo, DERRIDA, Jacques. La escritura y la diferencia. Barcelona: Anthropos, 1989.

(5) En el teatro épico de Bertolt Brecht el extrañamiento es un procedimiento mediante el cual se genera una distancia crítica a partir de la transformación en “extraña” de una situación habitual. Véase: BRECHT, Bertolt. Escritos sobre el teatro. Buenos Aires: Nueva Visión, 1964.

(6) La renuncia a las declaraciones de trascendencia estética puede percibirse además en la adscripción a una estética de lo provisorio: Juan Castillo y Carlos Montes de Oca realizan instalaciones site specific, Lotty Rosenfeld basa sus obras en acciones e intervenciones, Catalina Parra utiliza materiales efímeros, como los panes.

(7) DERRIDA, Jacques: “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”, en DERRIDA, Jacques. op.cit. (el énfasis es original).

(8) DOWNEY, Juan: “Tayeri”, en IVAM. Juan Downey. With Energy Beyond These Walls (Con energía más allá de estos muros). Valencia: IVAM, 1998.

(9) FUSCO, Coco: “En la encrucijada norte-sur: Videos de Juan Downey”, en IVAM, op.cit.

(10) RICHARD, Nelly: “Hilvanar
el sentido, rasgar la noticia, fisurar el poder, alertar la mirada”, en la página web de Visual Art Chile: www.visualartchile.com/
espanol/teorico-richard.htm.

(11) “Esas páginas memorables en las que Molly Bloom da curso a su subjetividad y nos muestra el interior de Penélope... Penélope, reducida y mal leída por las culturas oficiales, fue relegada al lugar de la espera. Como símbolo de la pasividad, lo que esa lectura escamoteó fue su política del tejido y de la hebra. Porque en Penélope –la que teje y desteje- radicó la pervivencia no sólo del hijo sino del reino”. ELTIT, Diamela: “Arde Troya”, en ROSENFELD, Lotty. Moción de Orden. Santiago de Chile: Ocho libros editores, 2002.

(12) ROJAS, Sergio: “El cuerpo de los signos”, en ROSENFELD, Lotty. Moción de Orden. Santiago de Chile: Galería Gabriela Mistral, 2002.

(13) OSSA, Carlos: texto de presentación al proyecto “Geometría y misterio de barrio”, Galería Metropolitana, Santiago de Chile.




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