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Del tango a la video danza.
Danza para la Cámara en Argentina.


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Rodrigo Alonso


Castro   Kamien
Jorge Castro. R.E.S. (Rastro, Espíritu, Sedimento). Video. 1998. ampliar foto Ana Kamien. Ana Kamien. Filme de 16 mm. 1970. ampliar foto

Como en muchas partes del mundo, la historia de la danza para la cámara en Argentina debe buscarse en la historia de su cine. Sin embargo, en la pantalla cinematográfica, las relaciones entre la imagen en movimiento y la danza no han sido siempre fértiles. Aunque ambos comparten el interés por el ritmo y el movimiento, la rigidez del lenguaje fílmico raramente ha dado lugar a un verdadero diálogo con el arte coreográfico. Más aun, durante gran parte de su historia, la danza en el cine ha sido incapaz de liberarse de sus ligaduras al escenario teatral, como se evidencia en numerosas películas donde la cámara asume la posición del espectador de una platea, permaneciendo a distancia y registrando una serie de movimientos concebidos para un punto de vista central y una perspectiva única e invariable.
Como era de esperar, el tango fue una de las primeras danzas que alcanzaron las pantallas argentinas; de hecho, el cine sonoro se inaugura en nuestro país con dos films que lo tienen por protagonista: Tango! y Los Tres Berretines, ambos de 1933. No obstante, en estos films, como en otros en los que aparece, el tango es una especie de condimento narrativo. Su presencia enfatiza la “argentinidad” de los personajes y las historias; es un signo de identidad antes que una expresión artística. Para el registro de la danza y su presentación como tal se prefería el ballet.
En los sesentas, la aproximación entre danza e imagen en movimiento comenzó a emerger desde áreas distantes al circuito cinematográfico. En la búsqueda de horizontes estéticos más amplios, los coreógrafos intentaron trascender la monotonía de la relación danza-música explorando nuevas posibilidades escénicas, acercándose a otros creadores contemporáneos –particularmente, artistas plásticos– y aventurándose en el uso de las posibilidades que ofrecía la tecnología de la época. Todos estos elementos convergieron poderosamente en el Instituto Di Tella de Buenos Aires, que atrajo a coreógrafos iconoclastas influenciados por la estética pop, quienes emplearon el humor y una total falta de inhibiciones para subvertir todos los postulados supuestamente “intocables” hasta el momento.
Los artistas del Di Tella agotaron las posibilidades de la representación dancística. Los recursos técnicos del instituto les permitieron experimentar con escenografías virtuales creadas a través de proyecciones de diapositivas o films sobre el fondo del escenario. Con estos recursos, Oscar Araiz introdujo la interacción de los bailarines con sus propias representaciones virtuales en obras como Crash o Sinfonía (1969). Estos experimentos son los antecedentes inmediatos de lo que hoy conocemos como danza multimedia (danza en vivo y en pantalla simultáneamente).
También en esos años, Ana Kamien realizó, junto al cineasta Marcelo Epstein, la primera obra que puede considerarse, en todo su sentido, “danza para la cámara”. Efectivamente, Ana Kamien (1970) reemplaza el escenario teatral por un espacio físico neutro creado por los movimientos de la cámara y del cuerpo de la bailarina, donde cada movimiento cobra sentido en función de su posición respecto del objetivo cinematográfico y el montaje crea su propia coreografía a partir del material visual.
Tras el cierre del Instituto Di Tella, la dictadura militar cercenó la experimentación artística, incluida la coreográfica. La restauración de la democracia viene acompañada por el resonante éxito de Tangos: El Exilio de Gardel (1985) y otra vez el tango aparece como impulso primigenio de la danza para la cámara. Aquí, nuevamente, el tango es un símbolo de identidad nacional. Pero la sensibilidad estética de Pino Solanas –director del film–  lo traduce en una exhibición audiovisual majestuosa. El tango impone la elegancia de sus movimientos y la riqueza de su coreografía sobre la imagen. Aún cuando el film está rígidamente estructurado sobre una narrativa literaria –un formato que los realizadores de video danza rechazarán desde sus primeras producciones– Tangos: El Exilio de Gardel ha sido uno de los films más influyentes para los gestores de ese género. El tango vuelve a recibir este tratamiento simbólico en un film posterior, Cipayos (1989) de Jorge Coscia. Su director será una figura clave para la emergencia de la danza para la cámara que se verifica en la década siguiente ya que, en 1993, dirige el Primer Taller de Video Danza para Coreógrafos al que asisten las coreógrafas que impulsarán con mayor fuerza este género: Margarita Bali, Silvina Szperling y Paula De Luque.
Desde su primera pieza multimedia, Línea de Fuga (1994), la producción de Margarita Bali ha crecido incesantemente, tanto en número como en calidad. Sus videos plantean continuos conflictos entre la danza y su imagen, a través de un uso cada vez más sutil de los efectos de edición y un montaje cuidadoso. Los videos de Paula De Luque, en cambio, plantean conflictos que suelen ser de orden dramático, sustentados principalmente en la puesta en escena y en las relaciones entre los bailarines. Silvina Sperling ha sabido llevar al límite de la deconstrucción la relación entre la danza y su imagen. Más allá de la importancia de su obra artística, Szperling es una figura clave para la video danza: en 1995, junto al autor de estas líneas, funda el Festival Internacional de Video Danza de Buenos Aires, un espacio para la reflexión teórico-práctica, la difusión y la promoción de la producción nacional e internacional en esta línea estética.
Desde sus primeras producciones, las obras de estas tres coreógrafas transitan el camino de la video danza en su sentido más estricto de complemento entre danza e imagen, en el que cada componente no existe de manera independiente. La orientación hacia el tratamiento cinematográfico de la imagen, tan común en otras partes del mundo, es algo escasa en la producción argentina. Obras claramente narrativas como Espectros (1995) de Ariel Rotter, o basadas en situaciones dramáticas como Lo que dice la noche (1998) de Zenobi, Chaves, Devesa y Ross son excepcionales. Un poco más común es la tendencia al tratamiento visual plástico, como es el caso de Danzagrafía (1996) de Julio Lascano o La Dote (1997) de Mario Chierico. Pero el representante más sobresaliente de esta tendencia es, sin dudas, el realizador cordobés Jorge Castro (Tabla Esmeralda, R.E.S., Albedo).
En los últimos años, el número de piezas multimedia que ha suscitado el interés de la crítica ha crecido considerablemente. Margarita Bali y Susana Szperling son las principales promotoras de este tipo de producción. Una contribución reciente que merece ser destacada es la del grupo UP-PA, un colectivo de danza indígena (Wichi) que utiliza el video para complementar coreografías basadas en danzas nativas. Aquí, la imagen electrónica es el intermediario que permite extender el sentido y simbolismo de estas danzas a los espectadores ajenos a la cultura de las que provienen, generando un flujo de comunicación que trasciende la finalidad estética de la danza, proyectándola al terreno del intercambio cultural.
Recientemente, algunos experiencias se han orientado hacia el uso de la tecnología digital. Sabrina Farji y Mariana Belloto dieron un paso hacia esta exploración multimedia con la creación de una video danza para Internet, Danza Binaria (1997), en la que los segmentos de una coreografía fragmentada pueden ser reconstruidos por el navegante mediante el mouse.
Este tipo de experimentos pueden parecer todavía incipientes y rudimentarios. Pero en tanto existe un interés constante por exceder los límites formales y conceptuales de las producciones escénicas, la danza para la cámara –sea análoga o digital, para la pantalla cinematográfica o de computadora– tiene un futuro garantizado en el ambiente efervescente de la danza argentina.

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Publicado en:

Trilogía (cat). Córdoba: Centro Cultural España-Córdoba, 2000.

 


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