Rodrigo Alonso
"Lo que pasa con la mente es que no se ve"
Alejandra Pizarnik
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Oscar Bony. Sesenta metros cuadrados de alambre tejido y su información. Instalación. 1967. |
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Oscar Bony. El submarino amarillo. Filme de 16 mm. 7:50 minutos. 1965. |
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Solitario en el centro de una pequeña sala, un proyector exhibe inalterable una imagen, acaso vana. La imagen reproduce una porción de alambre tejido, el mismo que ha servido de sustento a nuestros pasos desde el ingreso al recinto.
El título no es menos despojado que la obra: Sesenta metros cuadrados y su información. Sin embargo, por lo menos señala una mirada, enfatiza el vínculo entre el objeto y su reproducción.
Pero uno podría preguntarse ¿Para qué presentar simultáneamente sesenta metros cuadrados de alambre y su información? ¿Acaso la información no tiene por función reemplazar al objeto que nombra?
La tautología es una provocación para la razón práctica. La insistencia sobre el objeto produce cierta incomodidad que se traslada a la situación. La proximidad del tejido metálico y su imagen fuerza la complementariedad entre el objeto y su reproducción visual. Es imposible no ver la analogía.
"El mundo es omnivoyeur -afirma Lacan- pero no es exhibicionista; no provoca nuestra mirada. Cuando empieza a provocarla, entonces también empieza la sensación de extrañeza".
Bony hace aquello de lo que el mundo es incapaz. Provoca nuestra mirada, y lo hace confrontándola con otra, paradigma de las formas de ver de nuestro siglo: una imagen mecánica, la reproducción "objetiva" del mundo físico.
Este duelo de miradas sólo es posible gracias al extrañamiento de la situación en que se produce la relación del objeto con su imagen. "El proyector y la película sinfín nos ponen ante un escenario cinematográfico -describía Bony en el proyecto original- aunque el acontecimiento no es cinematográfico".
El extrañamiento desplaza el sentido de la obra desde el hecho perceptivo al acto de conocimiento. La puesta en evidencia del dispositivo generador de la imagen nos obliga a reflexionar sobre el proceso de transcripción de lo real en el que se funda nuestra posibilidad de conocer. Dicho proceso involucra dos instancias claramente definidas, que la obra también pone en juego: por un lado, una conciencia que conoce; por otro, un tiempo en el que dicho conocimiento se produce. El material que yace en el piso y la imagen fílmica que lo invoca, no entran en contacto hasta que el espectador produce la relación final entre imagen y objeto; asimismo, esa relación es el resultado de un proceso, desplegado en el tiempo que media entre la percepción táctil del objeto y su conceptualización.
Hay un viejo chiste que dice "quien tiene un reloj puede saber la hora, pero quien tiene dos nunca podrá estar seguro". La obra de Bony comparte esta dimensión metafísica del conocimiento ligada al tiempo, y a su vez, refuerza la ironía por la cual el medio utilizado para conocer conmociona al objeto de conocimiento hasta transformarlo en un dato impreciso y dudoso.
Y este es uno de los momentos más inquietantes de Sesenta metros cuadrados y su información, por que lo que nos plantea es que el objeto podría no coincidir consigo mismo. Las diferentes formas de percibir una misma realidad ponen en cuestionamiento el estatuto mismo de la información, la que inevitablemente queda ligada a los medios y las formas de conocer de los que disponemos.
La voluntad por indagar en las manifestaciones del tiempo había llevado a Bony, algunos años antes, a producir una serie de cortometrajes en 16 mm que se presentaron en el Instituto Di Tella bajo el nombre de Fuera de las Formas del Cine.
El título de la exhibición dejaba en claro la intencionalidad de su autor. Su práctica estaba orientada por la necesidad de evitar las categorías formales del medio que utilizaba, en función de preocupaciones personales alejadas de la teoría fílmica.
Para Bony los films no son un vehículo para contar historias, sino el medio que le permite indagar sobre las interpretaciones del tiempo derivadas de diferentes teorías y posiciones filosóficas.
En todos los casos, una concepción muy precisa del devenir temporal organiza la disposición y el carácter de las imágenes, lo que da como resultado obras en las que la forma está determinada por la teoría que la sustenta.
El Paseo parte de una concepción lineal del tiempo. Sus imágenes buscan verificar esa linealidad, literalizándola a través del paseo de una pareja en la lejanía reducida a un punto luminoso en la pantalla, que atraviesa el cuadro de un extremo al otro, con un movimiento rectilíneo y en tiempo real.
Como la línea que trazan los cuerpos no es perfectamente horizontal, es menester inclinar el proyector para obtener tal posición. Esta situación produce un desfase de la imagen dentro de la pantalla que extraña el evento cinematográfico, poniendo en evidencia al medio en el mismo acto de su despliegue técnico.
La simplicidad del evento que se produce dentro de la imagen, provoca cierta ansiedad en el espectador, acostumbrado a la tradicional narrativa fílmica. Y si bien Borges definió alguna vez al hecho estético como la inminencia de una revelación que no se produce, no fueron de la misma opinión quienes en el Instituto Di Tella presenciaron por primera vez -y única hasta hoy- la exhibición de la obra, quienes igualmente reaccionaron ante la ausencia de una narrativa que articulara la progresión visual.
Para El Maquillaje Bony vuelve a trabajar sobre el tiempo lineal. Pero en este caso, la concordancia entre el desarrollo temporal y el de la acción -una mujer que se maquilla frente a cámara- se quiebra cuando la acción retrocede -la mujer comienza a desmaquillarse- mientras el tiempo avanza.
Como en El Paseo, un procedimiento mínimo permite liberar la acción del tiempo en el cual transcurre. La imagen fílmica aparece ahora como el medio para generar una temporalidad independiente de la experiencia, efecto que Bony utilizará en Sesenta metros cuadrados y su información, donde el sinfín de película genera un estado de atemporalidad inherente al "tiempo cíclico", que se contrapone al acto de conocer del que el espectador es partícipe, orientado por las instancias lógicas que median entre la percepción y el concepto.
Submarino Amarillo supone un cambio radical en la relación del acontecimiento con su temporalidad. El film está estructurado sobre un montaje vertiginoso de momentos de una acción -hombres desnudos jugando en una playa- organizados arbitrariamente.
Con la ruptura de la linealidad, estalla también el acontecimiento, para el que es imposible postular un comienzo o un fin, un presente o un pasado. La imagen desestructura cualquier intento por otorgar una continuidad al hecho; por el contrario, la obra parece el producto de una conciencia que se desplaza arbitrariamente entre los diferentes momentos de una acción infinita.
El medio interviene activamente en este intento sistemático por evitar la captación del hecho en la organicidad de su desarrollo, a través de un montaje hiriente, que repele a la mirada provocada insistentemente por la desnudez de los cuerpos que la habitan.
Ese acto de seducción y rechazo permanente vuelve a extrañar la situación cinematográfica.
Y con esta separación entre la representación visual y sus condiciones de producción, reaparece la distancia crítica que nos obliga a atender a los procesos en que percepción y conocimiento se producen, más allá de la tiranía de la imagen.
OSCAR BONY
En 1965, mientras su trabajo alternaba entre la producción de objetos como obra artística y la fotografía como medio de vida, Oscar Bony produjo cuatro cortometrajes experimentales en 16 mm, atraído por la fascinación que sobre él producía la imagen fílmica. Los cortometrajes tenían como norte, sin embargo, preocupaciones ajenas a las prescriptas por la institución cinematográfica. El Paseo, El Maquillaje, Climax y Submarino Amarillo eran estudios sobre el tiempo desde diferentes perspectivas teóricas, y fueron presentados al año siguiente en el Instituto Di Tella de Buenos Aires, bajo el título Fuera de las Formas del Cine. Una jornada de exhibición fue suficiente para que Bony decidiera no volver a filmar. El rotundo fracaso entre sus compañeros artistas y en el espacio que por entonces albergaba a las mentes más despiertas del ambiente artístico porteño, lo decidieron a volver a sus objetos de vocación minimalista, uno de los cuales lo iba a hacer merecedor del Primer Premio “Ver y Estimar” de 1967. Ese objeto era en realidad lo que hoy conocemos como una instalación, aunque en esa época el término aún no había sido popularizado. El premio le valió ser invitado a exponer en “Experiencias Visuales 1967" en el Instituto Di Tella, donde Bony presenta Sesenta metros cuadrados y su información, una instalación en la que el interés por hacer partícipe al espectador de una idea o concepto se impone sobre los elementos formales, y que constituye una de las primeras obras conceptuales producidas en nuestro país. Ese mismo año, Bony realiza en el marco de la Semana de Arte Avanzado, una instalación sonora, consistente en instalar un grabador en una galería vacía con una grabación que describía detalladamente el espacio circundante. Esta obra daba un nuevo paso en el proceso de desmaterialización que atraviesa la práctica artística de su autor hacia finales de la década del ‘60, y que lo llevará a presentar al año siguiente en “Experiencias 68" su obra La Familia Obrera, donde el proceso de conocimiento a través de conceptos -desplegado en las dos obras anteriores- es reemplazado por la puesta en juego de valores que involucran consideraciones de tipo político, social, ético y moral. Ese mismo año Oscar Bony decide retirarse de la actividad artística, a la que no volverá hasta mediados de la próxima década. |
Publicado en:
Oscar Bony. Fuera de la Tiranía de la Imagen (catálogo).
Buenos Aires: Página 12 (suplemento especial); Museo de Arte Moderno, 1998.
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