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Arte contemporáneo Textos

Bitácora de un observador distante.
A propósito de algunas piezas de Vía Satélite.


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Rodrigo Alonso

Mantilla   Iguiniz
Gilda Mantilla. Ciudad*Postal. Colección en Construcción. Proyecto web. 2004. ampliar foto Natalia Iguíñiz. La Otra. Fotografía color. 2002. ampliar foto

“Detente, Príncipe de las Tijeras, que el manto has olvidado en las cascadas. El arpa con un ojo hacia la estrella como halcón asomado te despide. El violín pasa el arco sobre luna y el chumpi que sostiene el arpa en cielo lanza el hondazo de diez mil estrellas. Se duermen las tijeras y resuenan los sueños que resuenan en el día”. Estas palabras, con las que culmina el video Atipanakuy (1999) de Álvaro Zavala, sólo pueden incitar una profunda perplejidad. Una perplejidad que va más allá de la lejanía de su pronunciamiento, más allá del misterio que resuena en ellas.
La perplejidad de la que hablo tiene que ver, concretamente, con su emplazamiento. Con su ubicación en la clausura de una pieza de video arte, de una obra artística contemporánea inserta en un circuito de producción y circulación altamente especializado, erigido sobre un lenguaje tecnológico y actual. Un lenguaje más propicio para la inmediatez que para la historia, para la inmanencia que para el mito o la tradición.
¿Desde qué lugar, entonces, puede un artista contemporáneo, haciendo uso de tal lenguaje, invocar aquellos versos? ¿En qué terreno, en qué momento o en qué circunstancia se propicia el diálogo entre un medio tan sofisticado y una herencia histórica tan contundente en su radicalidad?
Si nos desplazamos ahora hacia el conjunto de obras que conforman Vía Satélite comprobaremos que la cuestión es aún más compleja. Porque no es sólo la herencia andina la que se articula problemáticamente con el presente, sino que son múltiples los contextos y los ámbitos de conflicto –no sólo históricos sino también políticos, económicos, étnicos, culturales y sociales– que atraviesan esta selección de producciones fotográficas y electrónicas peruanas de realización reciente.
En algún sentido, Vía Satélite es un barómetro que manifiesta cierta tensión latente en el arte tecnológico que aquel país, y esa tensión se percibe casi a flor de piel. Su teatro de operaciones es la cotidianidad, el fragor de la vida urbana, la gente que transita la ciudad y la iconografía mediática que enmarca sus vidas, la realidad social y la are-na política. Todas estas referencias aparecen sin cesar, configurando un intrincado mapa de representaciones y discursos, que desemboca casi siempre en una semblanza de la realidad peruana acompañada por un signo de pregunta.

I.

Si algo llama poderosamente la atención, es el constante interrogante por la identidad cultural.
No se trata de un tema menor. Si bien las indagaciones sobre las identidades locales son un tópico común en la producción artística desde la década del ochenta, y en particular, desde el asentamiento definitivo de los procesos de globalización económica a escala mundial, la pregunta por la identidad nacional no es, en esta producción artística, un recurso nostálgico o la excusa para contrastar el presente con un pasado presuntamente potente o idealizado. No hay esencialismo en esta búsqueda identitaria, ni se trata de remendar las fisuras actuales recurriendo a formas decantadas en la tradición.
Por el contrario, la identidad cultural se entiende más bien como una construcción en acto, como un trabajo a partir de la intrincada trama de materialidades étnicas, históricas y culturales que sólo existen como tesoro significante en el presente. Una construcción que implica la articulación de fragmentos dispersos, incongruentes, que no son el fruto de una supuesta unidad primordial, sino la materia prima múltiple e inconclusa que asegura una configuración atenta a la diversidad cultural.
Esta aproximación es evidente en un video como SP Super Perú (2002) de Jorge Luis Chamorro y Carlos Letts. A pesar de la intención de sus autores, o quizás como consecuencia explícita de su proceder deconstructivo, la pieza nos ofrece un compendio de cultura popular peruana en la única forma en que ésta podía ser captada sin desnaturalizarse: contradictoria, irreverente y mordaz. Definida como una “suerte de himno postmoderno” (1), sus imágenes congregan las referencias, actitudes e iconografías más dispares: desde los escritos precursores de José-Carlos Mariátegui a los vendedores ambulantes en el transporte público, desde la fauna autóctona o la herencia andina a un muchacho que orina desaprensivamente en la vereda u otro que quema una bandera nacional frente a la cámara. Todo sin solución de continuidad; todo sin discursos moralistas implícitos, sin discriminaciones entre bien y mal, sin culpas, reproches, advertencias o reprimendas.
Todo aquello que la mirada moralista hubiera ignorado o denigrado, coincide aquí con los valores mejor guardados del país. Así, la identidad local es capaz de asimilar la precariedad de la vida urbana, o las profundas diferencias sociales que todavía signan a la nación andina. Quizás por eso estos temas delicados no escapan a la mirada irónica y hasta humorística de piezas como Siete Sabores (2003) de Iván Lozano, un manual de usuario para la ciudad de Lima que conjuga una realidad por momentos hiriente con una galería de personajes inconfundibles.
Como en otras partes del mundo, esta construcción de la identidad local no escapa a la creciente mercantilización impuesta por el neoliberalismo, que atravesó a Latinoamérica con fuerza en los años noventa del siglo pasado. Si la pregunta por la identidad aparece como una reflexión necesaria frente al proceso globalizador, la construcción de estereotipos e identidades de mercado se da en la región como su contrapartida necesaria en un circuito económico-cultural dominado por la desesperada búsqueda del rédito comercial.
Este terreno es el explorado por Beatrice Velarde en su serie fotográfica Peruanidad Technicolor (1999). En ella, la ciudad es una gran escenografía de lugares, iconos y situaciones que enmarca una realidad social transfigurada por la razón mercantil. El paisaje urbano ha dejado de ser el contexto necesario de la vida comunitaria. Se impone, ahora, como un espectáculo sórdido de atracciones turísticas, opacas luminarias y gentil entretenimiento.
Como sucede con SP Super Perú, la mirada sobre la identidad local es profundamente ambigua. Porque si por un lado se presenta a la urbe como un ámbito casi inhumano, de fantasías primermundistas y simulacros telúricos, por otra parte no deja de señalarse la gravitación de estos factores en la conformación de una semblanza del Perú contemporáneo. Dejando en suspenso momentáneamente los juicios morales, los espacios retratados por Velarde son ámbitos reconocibles de la experiencia urbana local.
En todas estas obras, puede percibirse una metodología de trabajo que el crítico norteamericano Hal Foster ha descripto como el proceder del “artista como etnógrafo”(2). Partiendo de un texto clásico de Walter Benjamin, El Artista como Productor (1934), Foster advierte que las condiciones de la producción artística han cambiado en el mundo contemporáneo. Si antes el artista se definía ante todo como un productor de representaciones, ahora está más abocado a la reinscripción de las representaciones establecidas; si antes su práctica se definía en función de un sujeto entendido en términos de relaciones económicas hoy ese sujeto debe entenderse en términos de identidad cultural. Su universo formal no es ahora el de las formas artísticas sino el de las imágenes culturales. Y la práctica artística se torna una lectura atenta y reflexiva de signos sociales, una revisión analítica de la cultura entendida como texto. Así, el artista ingresa en el terreno expandido de la cultura, que fue tradicionalmente el ámbito de la antropología. Su tarea se aproxima a la del etnógrafo: recoge datos del entramado social, registra y analiza su material, propone sentidos y lecturas.

II.

De esta forma de trabajo se deriva otra característica común a gran parte de las producciones de Vía Satélite: el uso del espacio público, tanto como fuente de información o inspiración como lugar específico de emplazamiento de la propuesta artística.
Según lo establece Jürgen Habermas (3), la esfera pública fue, históricamente, un espacio creado por la burguesía como lugar para el ejercicio de la crítica del poder. Como tal, se diferencia estrictamente del ámbito privado, reservado a la vida doméstica, y del círculo del poder, desde donde se ejerce la regulación social. Desde la esfera pública se controlaba a los gobernantes, mediante una crítica a las acciones de gobierno que se consideraban inconvenientes, vertidas en opinión social. Este mismo lugar fue ocupado posteriormente por las manifestaciones gremiales y políticas, que si bien poseían una composición social variada, persiguieron propósitos críticos similares.
Sin embargo, durante la década de 1990, existe un movimiento mundial generalizado hacia la desactivación de la esfera pública, impulsado por las políticas neoliberales que se propagan al ritmo de la globalización económica. La desarticulación de tal espacio es necesaria a los fines de una modificación sustancial de los regímenes de trabajo, donde los trabajadores perderían gran parte de las reivindicaciones laborales obtenidas a lo largo del siglo veinte, y donde una nueva distribución del poder económico daría paso al liderazgo de las empresas multinacionales, la desaparición de las industrias locales y la concentración del capital en los países centrales. En Perú, la cara visible de este proceso fue la del presidente Alberto Fujimori.
La recuperación del espacio público por parte de los artistas permite reactivar su sustrato crítico, al mismo tiempo que tal espacio se convierte en el laboratorio analítico del artista-etnógrafo. Lanzados a las calles, los creadores contemporáneos insertan su práctica en un circuito más amplio que el de las instituciones, y en muchos casos, en clara confrontación con éstas.
También, el espacio público es el sitio privilegiado para la recuperación de la historia social, el encuentro con la diversidad cultural y étnica, la indagación de los pequeños relatos, el diálogo con la vida. Así puede apreciarse en el Proyecto Fotográfico de Retrato Ambulante en Mesa Redonda (2003) de Sergio Urday. Recuperando algunos principios del retrato fotográfico decimonónico –los telones pintados, el trabajo en espacios abiertos con luz natural, la absoluta frontalidad y el estatismo– Urday compone un mosaico abierto de seres urbanos a partir del complejo entramado social de Lima.
Como en la fotografía del siglo XIX –en particular, la fotografía antropológica de aquella época– existe aquí también una tensión evidente entre la singularidad del retratado y su tipificación, entre la captación de una individualidad y su transformación en estereotipo (4), a la que el artista escapa haciendo evidente el dispositivo que construye la imagen. Incluso en el detalle irónico de ubicar a estos personajes frente a un paisaje montañoso bastante artificial, una suerte de cuadro andino desnaturalizado, se percibe esta voluntad por evitar el excesivo realismo de los retratos, que podría desdibujar la mirada analítica que los anima.
Para el artista contemporáneo, la ciudad es un mar de signos por explorar. Pero esa exploración no implica necesariamente una búsqueda de lugares ocultos o no habituales, sino muchas veces también, el redescubrimiento de los lugares comunes. Esos sitios cotidianos, sencillos, ni llamativos ni espectaculares, que la cosmética urbana y la iconografía medial dejan de lado, son la tierra fértil en la que germinan muchas propuestas actuales.
Luz María Bedoya interviene literalmente en los resquicios de la ciudad. Su delicada acción de nutrir paredes, grietas y rajaduras con mensajes enigmáticos –textos inventados por la autora, de sintaxis gramatical correcta pero carentes de sentido– arranca poesía a la misma materialidad del entorno urbano. Abandonados a su suerte, a la disolución en los fríos muros o a la curiosidad del transeúnte eventual, los mensajes ensayan vías alternativas de circulación, se liberan de la rigidez del texto luego de librarse de su estructura gramatical. La operación artística explora, de esta manera, vías inéditas de comunicación a través de las palabras, vías compenetradas con el contexto social antes que con las infraestructuras mediales.
En su Ciudad*Postal. Colección en Construcción (2004), Gilda Montilla se sumerge en la significación de los lugares inadvertidos. Los paisajes e imágenes urbanas que elige para confeccionar sus postales no son las típicas estampas turísticas, erigidas en el imaginario consumista, sino parajes olvidados o desapercibidos por su excesiva cotidianidad. Allí se dirigen los ojos y la cámara de la artista. En la captación de tales lugares, hay igualmente una actitud casi performática, un acompañar con el cuerpo la selección que ha efectuado la mirada. Este aspecto performativo de su propuesta queda en clara evidencia al considerar el soporte final de la pieza, un sitio web en el que los visitantes pueden generar sus propias postales, tomando las vistas de su entorno que más les atraigan y socializándolas a través de Internet.
Las imágenes que se van sumando no necesitan tener una cualidad fotográfica particular. De hecho, son en su gran mayoría fotografías simples, de realización no profesional, amateurs. Forman parte de una propuesta conceptual, en la que la participación de la gente y la circulación de las imágenes superan todo miramiento por valores formales o tecnicismos. En este sentido, reactivan la reflexión sobre el espacio social de la fotografía y su estatuto artístico.
En su ensayo Señales de Indiferencia: Aspectos de la Fotografía en el Arte Conceptual o Como Arte Conceptual (1995) (5), Jeff Wall establece la importancia que tuvo la actitud de “indiferencia” hacia los valores formales de la fotografía por parte de los artistas conceptuales, en la introducción de aquella al circuito del arte contemporáneo. En la década del sesenta, “los entornos de la clase trabajadora, de la clase media, de la residencial y de la marginal fueron escrutados exhaustivamente en busca de imágenes, representaciones, figuraciones y objetos utilitarios representativos que transgredían todos los criterios modernos y canónicos del gusto, del estilo y de la técnica”, sostiene el artista canadiense (6). La despreocupación por las exigencias técnicas hizo que la fotografía pudiera adquirir un carácter analítico, cuestionando la herencia formalista de la modernidad y dando el paso definitivo hacia su inclusión en el ámbito de la reflexión estética contemporánea. Tanto en las fotografías de Ciudad*Postal. Colección en Construcción, como en muchos de los videos que forman parte de Vía Satélite, se evidencia esa despreocupación por los valores formales que enfatiza las propuestas conceptuales, da contundencia al discurso crítico-político u orienta la mirada hacia el análisis y la reflexión.

III.

La relativización de la “buena calidad” de la imagen se encuentra también en una práctica frecuente en el terreno del video arte: la apropiación de imágenes de las fuentes más variadas, aunque la televisión parece seguir siendo el alter ego privilegiado de la producción artística electrónica.
Angie Bonino basa su pieza La Imagen (2001) en este procedimiento. A partir de un fragmento muy breve de información periodística, Bonino reflexiona sobre la construcción medial de la realidad. Para esto, parte de una imagen que se resiste a la percepción tanto por la brevedad de su duración como por la manipulación electrónica de la que ha sido objeto. Un conjunto de carteles intermitentes la nombran en diferentes idiomas, pero son incapaces de traducir su contenido. Sólo al final, en un rápido y fugaz movimiento, la imagen cobra cuerpo, el cuerpo de un grupo de manifestantes resistiendo el ataque de las fuerzas del orden.
En el dispositivo ideado por Bonino se pone de manifiesto que las imágenes no sólo pueden mostrar sino también ocultar. El lenguaje audiovisual tiene unos procedimientos gramaticales (tomas, montaje, movimientos de cámara, etc.) que están lejos de ser inocuos pero que con frecuencia buscan ser transparentes. Todos estos elementos inciden de manera determinante sobre lo que se muestra. El proceder deconstructivo nos invita a detenernos ante unos acontecimientos que de otra manera ingresan indiscriminada y acríticamente en el flujo televisual ordinario. La evidencia de manipulación del registro documental produce un efecto de extrañamiento en el sentido brechtiano del término, es decir, produce una distancia crítica. Esa distancia es ejercitada también por Roger Atasi en Hola y Chao (2001), con una buena dosis de humor.
En otras ocasiones, la distancia puede ser temporal, poética, evocadora. En Casa (2000), José-Carlos Martinat explora el espacio hogareño mediante una intervención en su vivienda familiar con las imágenes de sus parientes y ancestros. Utilizando diferentes medios y dispositivos expositivos, Martinat revive el lugar abandonado, dotándolo de cuerpo, espíritu, sensibilidad e historia.
Los espacios aparecen, de esta forma, habitados por diferentes realidades, atravesados por un pasado en diálogo con el presente en el que se actualiza la espesura del tiempo. Pocos espacios son tan elocuentes como los espacios usados. Conjurar sus fantasmas siempre es necesario. La tecnología actúa, en este caso, no ya como medio sino como medium, como canal de encuentro con un más allá que es, en realidad, un “muy acá”, una voz que resuena en los rincones de la memoria, el eco débil pero persistente de una sensibilidad que se resiste a desaparecer.
Si continuáramos con la metáfora, tendríamos que decir que Philippe Gruenberg y Pablo Hare son los exorcistas de la ciudad de Lima. Sus fotografías conjugan esos diferentes estratos que conviven en la cotidianidad de la urbe peruana: la ciudad pujante y la decadente, el espacio público y el privado, la ciudad vivida y la emblemática, un pasado de utopías urbanas y el presente.
En la confección de sus imágenes, los artistas han transformado edificios paradigmáticos limeños en momentáneas cámaras pinhole, registrando las proyecciones de la ciudad invertida sobre sus paredes internas. En un excelente ensayo sobre esta serie de obras, Rodrigo Quijano caracteriza su trabajo como “...la historia de un ocaso. El ocaso de la ciudad de Lima, o si se prefiere, el desvanecimiento de un simulacro, de una cordial mentira encerrada en un espacio urbano, cuyas coordenadas tuvieron supuestamente alguna vez la meta de una organización dada, de una sociedad ideal organizada”, y agrega, “los edificios horadados por el trabajo fotográfico de Gruenberg y Hare fueron construidos en la postguerra y pertenecen al horizonte de relativa prosperidad comercial que, luego de algunos terremotos, deshizo también el paisaje histórico colonial de la ciudad... edificios que hoy se yerguen como vacíos signos de un moderno horizonte urbano jamás consolidado”(7).
La dimensión política de las fotografías es innegable, y seguramente lo es aún más en el contexto peruano. Pero seríamos injustos con los artistas si no destacáramos también la profunda belleza de sus imágenes, la sutileza de su trabajo de yuxtaposición y la aguda aproximación a su ciudad, que recuerda algunas piezas clásicas del cine como Berlin, Sinfonía de una Gran Ciudad de Walther Ruttmann o El Hombre de la Cámara de Dziga Vertov. Las referencias cinematográficas quizás no sean excesivas. Hay en las imágenes de Gruenberg y Hare una delicada dimensión narrativa, el ejercicio de una suerte de crónica urbana que los sitúa como observadores perspicaces de su tiempo.

IV.

La preparación de los registros fotográficos, es decir, el minucioso control de la situación registrada o su abierta puesta en escena, ha originado ríos de tinta sobre la autenticidad de las tomas y su relación desviada con respecto a la realidad representada. Sin embargo, el arte contemporáneo ha dado pruebas suficientes sobre la posibilidad de encarnar momentos de verdad incluso a través de situaciones construidas.
En las fotografías de la serie La Otra (2002), Natalia Iguíñiz retrata a un grupo de empleadas domésticas con sus empleadoras en el hogar donde se establece la relación contractual. Las poses denotan la situación forzada, la peligrosa aproximación entre dos personas a las que separa no sólo una transacción económica o una desigualdad de poder, sino muchas veces también, profundas diferencias sociales o étnicas. Así, los retratos son la puesta en escena de una tensión latente antes que la documentación de una circunstancia doméstica, y el ámbito hogareño ya no es el espacio idílico en el que se desarrolla la vida de las personas sino un escenario privilegiado del biopoder.
Los retratos son por demás elocuentes. No obstante, Iguíñiz no cede a la burda confrontación ni al exaltado antagonismo. La serenidad de las poses y la escasa expresividad de los rostros promueven una lectura tranquila de la que lentamente surgen los conflictos subterráneos. En algún caso, incluso, cuesta diferenciar a la empleada de la patrona; allí se impone el estudio de detalles como la vestimenta, el alineo personal o la postura.
Los videos recientes de Diego Lama recurren igualmente a una cuidadosa puesta en escena y a situaciones construidas. Pero en su caso, estos elementos vehiculan conflictos que son de índole simbólica. El excesivo cuidado formal resalta la artificialidad de las acciones, pero sólo para proyectarlas desde la representación visual al plano semántico. Con una estética despojada y ascética, Lama basa sus piezas en la concentración de claves de lectura que se actualizan en conflictos escénicos básicos. Simetría, ritmo, contrapunto, contraste y repetición transforman las imágenes en una sinfonía visual que acoplándose a una banda sonora omnipresente otorgan un aire operístico al conjunto. Los influjos de este género musical no parecen demasiado lejanos.
La caracterización teatral sirve a Juan Pablo Murrugarra para escenificar múltiples roles asumidos, exigidos o deseados. En este sentido, su serie Wannabe (1999) es casi una tragicomedia de la construcción de las identidades individuales en el contexto social, donde aquellas aparecen como el resultado de negociaciones y coerciones permanentes.
Este entrecruce de lo individual con lo social, este posicionamiento personal frente al complejo entorno socio-cultural que modela el nuevo siglo, impregna con historias, semblanzas y sinsabores la producción fotográfica y electrónica peruana contemporánea. En la singular propuesta de cada artista se cuestionan tópicos y se quiebran estereotipos, pero no se pierde de vista nunca la potencia que todavía posee el arte para edificar una identidad cultural, incluso si se la presiente parcial, inconclusa o fragmentaria.

tapa

Publicado en:

Vía Satélite (cat). Buenos Aires: Fundación Telefónica, 2005.

+ www.viasateliteperu.org

 

NOTAS

(1) Ver la descripción de la pieza en este catálogo.

(2) FOSTER, Hal, “The Artist as Ethnographer”, en FOSTER, Hal. The Return of the Real. Cambridge: The MIT Press, 1996.

(3) HABERMAS, Jürgen. The Structural Transformation of the Public Sphere. An Inquiry into a Category of Bourgeois Society. Cambridge: The MIT Press, 1991.

(4) Para ampliar este punto, se puede consultar: PULTZ, John. The Body and the Lens. Harry Abrahams, New York, 1995.

(5) WALL, Jeff, “Señales de Indiferencia: Aspectos de la Fotografía en el Arte Conceptual o Como Arte Conceptual”, en PICAZO, Gloria; RIBALTA, Jorge (eds). Indiferencia y Singularidad. La Fotografía en el Pensamiento Artístico Contemporáneo. Barcelona: Museu d’Art Contemporani de Barcelona, 1997.

(6) Ibídem, p.240.

(7) QUIJANO, Rodrigo, “La Ciudad: El Camello por el Ojo de la Aguja”, en Lima 01 (cat.exp.), Lima: Ediciones Galería del Escusado, 2002.







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