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La necesidad de la memoria


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Rodrigo Alonso

Yo, como tú, he intentado con todas mis fuerzas de combatir el olvido. Como tú, he olvidado.
Como tú, he querido tener una memoria inconsolable, una memoria de sombras y de piedra. He luchado todos los días, con todas mis fuerzas, contra el horror de no comprender del todo el por qué del recordar. Como tú, he olvidado. ¿Por qué negar la evidente necesidad de la memoria?
Hiroshima Mon Amour (1)

 

Cifuentes   Hanono
Guillermo Cifuentes. El Rumor. Instalación. 2000. ampliar foto Julieta Hanono. El Pozo. Video. 2004. ampliar foto

¿Por qué negar la evidente necesidad de la memoria? Para Ireneo Funes, el protagonista del cuento Funes el Memorioso de Jorge Luis Borges (2), la memoria es un ejercicio insoportable, una tortura. Cada instante, cada detalle de la realidad se acumulan en su mente, llenan su cabeza de datos e imágenes odiados y evitados hasta el cansancio. El recuerdo lo atormenta. Funes es un mártir de la imposibilidad de olvidar.
Para Leonard Shelby, el protagonista de la película Memento (Christopher Noland, 2000), en cambio, el suplicio anida en la imposibilidad de recordar. Sus fugaces estados de conciencia son objeto de un paciente trabajo de registro. Imágenes y palabras se acumulan sobre su cuerpo, llenan sus bolsillos, invaden su habitación. Si el mundo castiga a Funes con sus impresiones hirientes, Leonard vive una realidad inexistente.
¿Cómo se articula la relación de los datos con el mundo, de las imágenes con la realidad? ¿Hasta qué punto, la inexistencia de ciertas palabras, ciertos sonidos, ciertas representaciones invalidan la posibilidad de dar un sentido a la realidad anulando, en el límite, su existencia misma?
En la película Alphaville (1965) de Jean-Luc Godard, una voz ominosa anuncia permanentemente la supresión de palabras del diccionario. Una autoridad invisible busca, mediante la anulación de las palabras, la desaparición de aquello que ellas nombran. Ese poder subrepticio llega aún más lejos en el film Fahrenheit 451 (1966) de Fraçois Truffaut (3). Allí, son los relatos, las historias, las tradiciones culturales, las crónicas acumuladas a lo largo de los años los que se son objeto de una desaparición programada, perseguida, vigilada.
¿Metáforas de un poder que desborda lo político para operar sobre la mínima realidad, la vida de las personas, sus creaciones y valores? ¿O representaciones del poder mismo, de sus formas de operar, sus circuitos de circulación, sus puntos de aplicación, sus estrategias? En este contexto, ¿Retener las imágenes, las palabras, los gestos, las metáforas, es acaso una forma de resistencia? Sin duda lo es, pero en un sentido mucho más profundo del que se devela a primera vista.
La teoría foucaultiana ha puesto en evidencia esa microfísica del poder (4), esa imbricación íntima con los cuerpos, las cosas, sus representaciones, sus símbolos, su existencia discursiva. Esa microfísica articula de manera muy precisa las relaciones entre lo visible y lo invisible, lo que se oculta y lo que se da a ver, lo que se puede decir o nombrar y lo que permanece en las penumbras del lenguaje. “El ejercicio de la disciplina supone un dispositivo que coacciona por el juego de la mirada –sostiene Michel Foucault en Vigilar y Castigar (5)– un aparato en el que las técnicas que permiten ver inducen efectos de poder y donde, de rechazo, los medios de coerción hacen claramente visibles aquellos sobre quienes se aplican”. En Las Palabras y las Cosas (6)asegura, “la teoría de la historia natural no puede disociarse de la del lenguaje. Y, sin embargo, no se trata de una transferencia de método de una a otra... sino de una disposición fundamental del saber que ordena el conocimiento de los seres según la posibilidad de representarlos en un sistema de nombres”. Poder y saber se imbrican de manera tan estrecha en la obra de Foucault que todo efecto de poder va acompañado de una producción de saber y viceversa.
Ver, escuchar, hablar, representar, percibir son al mismo tiempo bases de las manifestaciones estéticas. Podríamos pensar, entonces, que las relaciones de poder generan efectos estéticos, y a la inversa, que en las expresiones artísticas y culturales, en las que se instrumentan formas de ver, mostrar, decir, escuchar, simbolizar, significar, nombrar, se despliegan efectos de poder.
En su libro Le Partage du Sensible. Esthétique et Politique (7), Jacques Rancière desarrolla la idea de una base estética de la política. Para el filósofo francés, la política se estructura sobre una división de lo sensible, sobre las formas en que cada época permite ver, escuchar, percibir, nombrar. En sus propias palabras, “(La división de lo sensible)... es una división de tiempos y espacios, de visible e invisible, de la palabra y el sonido, que define a la vez el lugar y la posición de la política como forma de experiencia. La política descansa sobre lo que se puede ver y lo que se puede decir, sobre quién tiene la competencia para ver y la calidad para decir, sobre las propiedades de los espacios y las posibilidades del tiempo”.
De esta forma, hay un efecto político en el dar a ver, en recuperar imágenes y sonidos perdidos u ocultos, en el hecho mismo de re-presentar. Más allá del “contenido” político de una producción artística, se puede hablar de sus efectos políticos, de su capacidad para organizar un campo de la experiencia sensible que afecta a quienes la perciben, reestructurando su relación con el poder-saber y, en definitiva, transformando su sentido de lo real.
Desde esta perspectiva, cabría repensar las formas en que se puede abordar, desde la práctica artística, un fenómeno tan particular como la última dictadura militar en Argentina, su existencia singular y la necesidad de su memoria. Decididamente, nunca dejará de ser importante adentrarse en los datos históricos, las imágenes documentales, los testimonios, los rastros de la experiencia y del horror. En primer lugar, porque el ocultamiento de esos hechos y documentos ha sido la principal estrategia para obturar ese episodio de nuestra historia, negando su realidad. Pero también, porque su circulación amplía el terreno de lo visible y lo decible en relación con ese hecho específico.
No obstante, en el ámbito de la práctica artística, eso no resulta suficiente. Más allá de lo que se muestra, representa o dice, parece necesario explorar también nuevas formas de hacer visible, significar, referir, connotar o decir. Formas que trasciendan la dependencia de las imágenes de los registros, la dependencia de las palabras de los documentos y testimonios, la dependencia de los sonidos de la reconstrucción o la evocación. Otras imágenes, palabras, sonidos que, en el diálogo con la historia y la memoria, expandan nuestra conciencia y nuestras visitas a un pasado que, en lugar de iluminarse en la acumulación de informaciones y relatos, parece sofocarse cada vez más en la constante repetición de las mismas imágenes y los mismos dichos.
El cine, el video, la fotografía, las grabaciones sonoras, son medios de registro. Existe una extraña creencia en que, como tales, sólo pueden responder a la actualidad del momento en que fueron realizados, que su existencia depende de un presente irrenunciable que es el de la situación en la que fueron creados (8). Sin embargo, incluso desde una perspectiva estrictamente materialista, esa visión es limitada. Como productos de un proceso de mediación, son el resultado de múltiples traducciones, filtraciones, recortes, adaptaciones. Esta labor de selección y organización, que a veces corre por cuenta del dispositivo tecnológico (9) y otras depende del operario/realizador, tiene resonancias con el trabajo de la memoria que, excepto para Ireneo Funes, funciona según una lógica similar de selección y organización. No es casual, quizás, que en el ámbito informático, todo registro, documento o archivo tenga por destino la memoria del ordenador. Cabría preguntarse si los registros no producen memoria justamente porque operan al igual que ella, porque no sólo traducen técnicamente un acontecimiento sino también ciertas formas de aproximarse a él.
Por otra parte, en manos de los artistas, todo registro, imagen, sonido o palabra accede a un universo de significaciones que supera el nivel de la evidencia. Es en ese nivel, justamente, donde podemos esperar una redistribución de lo sensible que transforme las formas de percibir, escuchar y ver. Si existe alguna posibilidad de arrojar nueva luz sobre ciertos acontecimientos relevantes, si pudiéramos pensar en nuevas lecturas y miradas en relación a situaciones, hechos o personajes engarzados en la historia o la memoria, quizás no debiéramos esperarlas tanto de una revisión más exhaustiva de los registros existentes como de nuevas configuraciones estéticas, nuevos usos de las realidades existentes, nuevas transformaciones del espectro sensorial.
El arte contemporáneo ha emprendido hace largo tiempo esa tarea. La confluencia de las imágenes y las palabras del pasado, los recuerdos recuperados, los acontecimientos evocados, los sonidos conjeturados, los hechos sabidos, los horrores intuidos, las heridas no cicatrizadas, las vidas perdidas, la ignorancia infranqueable, con la voluntad de cultivar formas que neutralicen la repetición anodina, las historias oficiales y el avance del olvido, encuentra en la producción artística actual un ámbito de pura potencialidad.
Porque, después de todo, no se trata de recuperar el pasado (como si eso fuera posible). En todo caso, a lo máximo que se puede aspirar es a convocarlo desde el presente, desde el lugar que ocupa aquel que se da la tarea de invocarlo. “Los hombres no pueden ver a su alrededor más que su rostro; todo les habla de si mismos”, decía Karl Marx (10).
En su prólogo a Páginas de Historia y de Autobiografía de Edward Gibbon (11), Borges nos da otra clave, ahora en la relación del registro con su pasado: no es historia la que se escribe; más bien es historia la que se hace, y después ya quizás ni siquiera es historia, sino estética: “(debe admitirse) el hecho, acaso melancólico, de que al cabo del tiempo el historiador se convierte en historia, y (cuando leemos un libro de historia escrito por un caballero inglés del siglo XVIII) no nos importa saber cómo era el campamento de Atila sino cómo podía imaginárselo un caballero inglés del siglo XVIII. Épocas hubo en que se leían las páginas de Plinio en busca de precisiones; hoy las leemos en busca de maravillas, y ese cambio no ha vulnerado la fortuna de Plinio”.
Tal vez la memoria misma es menos histórica que estética.

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Publicado en:

Ejercicios de Memoria (catálogo). Buenos Aires: MUNTREF, 2006.

NOTAS

(1) Extracto del film Hiroshima Mon Amour (1959) de Alain Resnais, sobre textos de Marguerite Duras. Esta cita es parte también de la obra 11 de Septiembre (2002) de Claudia Aravena, incluida en esta exposición.

(2) Borges, Jorge Luis. “Funes el Memorioso” (1942), en Borges, Jorge Luis. Ficciones. Buenos Aires: Emecé, 1956.

(3) Film basado en el cuento homónimo de Ray Bradbury.

(4) Para ampliar el concepto, véase Foucault, Michel. Microfísica del Poder. Madrid, Ediciones de la Piqueta, 1992.

(5) Foucault, Michel. Vigilar y Castigar. México: Siglo XXI, 1996.

(6) Foucault, Michel. Las Palabras y las Cosas. México: Siglo XXI, 1995.

(7) Rancière, Jacques. Le Partage du Sensible. Esthétique et Politique. Paris: La Fabrique, 2005.

(8) Esta creencia fue alimentada en gran medida por el análisis de la fotografía que realiza Roland Barthes en La Cámara Lúcida (Barthes, Roland. La Cárama Lúcida. Barcelona: Paidós, 1995).

(9) Vilém Flusser considera que existe una participación tanto del aparato como de su programa (o programación) en el producto final del acto fotográfico. Véase: Flusser, Vilém. Hacia una Filosofía de la Fotografía. México: Trillas, 2000.

(10) Citado en Debord, Guy, “Teoría de la Deriva”, en Internacional Situacionista. Vol. 1. La Realización del Arte. Madrid: Literatura Gris, 2001.

(11) Borges, Jorge Luis. “Prólogo a Páginas de Historia y de Autobiografía de Edward Gibbon”, en Borges, Jorge Luis. Prólogos. Buenos Aires: Torres Agüero, 1975.

 




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