Rodrigo
Alonso
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Tomás Espina. 26 de Junio de 2002 o Los Fusilados (homenaje a Goya). Pólvora sobre tela. 2002. |
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Karina El Azem. De la serie Razas, Delito, Trabajo y Salud. Impresión digital y objeto revestido de perlas. 2001-2002. |
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En los últimos años, el circuito del arte se ha visto nutrido por la creación de nuevos espacios destinados a la producción contemporánea. La importancia y magnitud de estos espacios señala claramente que su destinatario no es ya el habitual grupo de personas especializadas, sino aquello que podríamos llamar el público general.
El fenómeno promueve todo un desafío para la recepción artística. Porque esos espectadores no son convocados para apreciar la obra de los grandes maestros, como sucedía comúnmente en el pasado, sino para estimar la producción de jóvenes –y muchas veces ignotos– artistas.
Las instituciones necesitan producción fresca para llenar sus programaciones, pero este no es el único motivo del creciente protagonismo de los creadores nóveles. En realidad, las razones son más profundas. El trasfondo de esta situación es un cambio en la concepción y la valoración de la creación artística misma, que tiende a favorecer la producción de los realizadores emergentes.
Hasta no hace mucho tiempo, los artistas forjaban su carrera elaborando un estilo, investigando y resolviendo problemas surgidos de su propio camino creativo, o proponiendo formas innovadoras en el ámbito del medio con el que trabajaban. Esta labor se consolidaba con el tiempo. Llegar a poseer un estilo propio o renovar las formas artísticas era el resultado de un trabajo constante, que sólo se veía coronado tras largos años de persistente búsqueda. La presión por ser originales –una de las directivas más punzantes de la modernidad– urgía a los artistas, pero la verdadera originalidad no se conseguía improvisando sino trabajando y experimentando.
Hoy la situación es bien distinta. La originalidad ha dejado de ser un valor absoluto, y ya no se exige a los artistas que construyan un estilo inconfundible o que revolucionen el mundo de las formas. Antes que la originalidad se valora la espontaneidad, la ocurrencia, la capacidad para desconcertar o sorprender. Una forma no necesita ser nueva sino ingeniosa o eficaz. El artista no necesita ninguna destreza o habilidad particular para materializarla; más bien debe ser un buen administrador de recursos y conocer los caminos adecuados para poder realizar su obra.
Esta nueva concepción de la creación artística favorece a los jóvenes. Las instituciones, los críticos y los curadores buscan en ellos una inspiración virgen, incontaminada, que produzca en un instante lo que a los artistas modernos llevaba gran parte de sus vidas conseguir. En un tiempo de ritmos acelerados, la novedad no puede hacerse esperar; así, todo exabrupto expresivo que insinúe diferencias con el pasado es ubicado inmediatamente en la vanguardia del arte. En un mundo donde el diseño, la publicidad y los medios agudizan su potencial creativo, la producción artística destaca el suyo buscando identificar lo más rápidamente posible cualquier desvío de lo ordinario o la tradición.
El encuentro de esta producción con el público general resulta en una situación algo paradójica. Porque si por un lado los artistas jóvenes suelen utilizar medios cercanos a tal público –como la fotografía, el video o las computadoras, que hoy integran nuestra vida cotidiana– o procedimientos muy simples, a veces cercanos a los mundos del diseño o la moda, por otro lado las instituciones no suelen enunciar esta transformación en la valoración del arte contemporáneo, desconcertando a quienes han formado su mirada en la tradición de los maestros. De esta forma, la simpleza de las obras actuales deja perplejos a los espectadores creyendo que hay algo que escapa a su comprensión, cuando en realidad lo que se valora hoy es la simplicidad y la eficacia. Aunque ciertamente, simplicidad no es sinónimo de superficialidad, como bien lo demuestra la obra de los artistas jóvenes más interesantes.
Tomás Espina toma las imágenes para sus telas de los medios de comunicación. Son, en general, escenas de conflicto o violencia, que guardan las marcas del medio del cual fueron extraídas, es decir, las líneas de formación de la imagen electrónica televisiva o de la impresión gráfica. Al ampliarlas para llevarlas a un lienzo de gran tamaño, las líneas cobran protagonismo; sólo a la distancia se reconstruye la imagen original, permitiendo vislumbrar, con alguna dificultad, su contenido. Pero en lugar de pintarlas sobre la tela, Espina realiza las líneas con pólvora que luego quema. Así, sus “pinturas” trasladan la violencia que representan al soporte. El resultado son telas “pintadas” con pólvora quemada, que incorporan además el olor y los residuos del explosivo incinerado, más los agujeros que éste ha provocado sobre el lienzo.
Decididamente, el uso de pólvora sobre tela constituye una innovación formal; por lo menos, es un procedimiento no habitual en la creación artística. Sin embargo, el máximo valor de la obra de Tomás Espina es la concordancia entre lo que representa y la forma en que lo hace, algo que surge de una idea previa a la realización de las piezas. Se trata, ante todo, de una solución inteligente al problema de la traducción de una realidad social inestable; Espina parece decirnos que tal traducción pone en riesgo incluso al propio medio artístico.
Desde un punto de partida similar, pero mediante un tratamiento bien diferente, Mariano Molina reflexiona también sobre la realidad y su transposición pictórica. Al igual que Espina, Molina parte de imágenes periodísticas. Pero previo a pasarlas a la tela, el artista distorsiona las imágenes en una computadora. Como resultado obtiene un diseño casi abstracto, que luego pinta sobre el lienzo.
El producto final es una pintura en el sentido más tradicional, pero la mirada que porta el cuadro es perfectamente contemporánea. Más aún, Molina suele trabajar con colores propios del ordenador, poniendo en evidencia la travesía electrónica de la imagen.
Para su video Vacas, Gabriela Golder toma como punto de partida un fragmento televisivo que registra el famoso episodio de ataque a unas vacas tras el vuelco del camión que las transportaba. Una cuidadosa manipulación digital transforma el registro en una emisión plástica, en la que pulsan los ecos de la historia del arte, desde Goya hasta los impresionistas. La ralentización de las imágenes refuerza las referencias pictóricas. El hecho imprevisto, espontáneo, da paso a una mirada profunda y meditativa, donde la realidad social vuelve a nutrir la experiencia estética.
En los últimos años, el arte argentino ha retomado cierta veta social que había quedado oculta durante los años dorados del menemismo. Lo interesante es ver cómo esta nueva mirada al entorno inmediato se asume igualmente como un problema artístico, que incita a la búsqueda y la experimentación. La producción joven se ha hecho eco de la cuestión. Y en algunas de sus producciones volvemos a encontrar una vía de diálogo entre creación artística y contexto sociocultural.
Karina El Azem recurre al lenguaje de la señalética para traducir el conflicto social. Inspirándose en el diseño de avisos y señales, la artista crea símbolos que remiten a la discriminación, la opresión o la violencia urbana, que luego teje con canutillos plásticos. Posteriormente, el tejido es digitalizado. En la imagen final, los canutillos evocan a los pixeles de la representación digital. En una serie de trabajos recientes, El Azem genera ese pixelado con balas y municiones. Como en el caso de Tomás Espina, los materiales entran en concordancia con lo que representan, potenciando los sentidos de las piezas.
El universo digital está en la base de la producción de Luis Lindner, como también lo está la tradición del dibujo: aunque utilice la computadora, no es incorrecto decir que Lindner es ante todo un dibujante. Sin embargo, contrarrestando la perfección y la racionalidad de la herramienta tecnológica, el artista crea espacios irreales, oníricos, surrealistas, poblados por seres cuasi-maquínicos en actitudes absurdas o incomprensibles, por arquitecturas incompletas y objetos extraños o ambiguos. Al rigor y la precisión que imponen los programas que utiliza para dibujar, opone Lindner un desborde de imaginación, donde son comunes las escalas desproporcionadas o las falsas perspectivas.
En la realización de sus obras, Luis Lindner suele utilizar programas destinados al dibujo arquitectónico. Estos programas son ideales para el trazado de líneas geométricas y la construcción de perspectivas, pero son fatales a la hora de diseñar objetos no previstos en sus funciones. Y Lindner, justamente, se empeña en llevar la contra al programa, haciéndolo dibujar múltiples curvas y arabescos. El “efecto serrucho” que se observa en las líneas curvas de muchas de sus piezas es la consecuencia, precisamente, de esa lucha contra el programa, uno de los datos que nos permiten establecer con claridad que la obra del artista no es el “resultado” de la tecnología informática sino una investigación sobre sus límites y posibilidades.
Esteban Pastorino experimenta con otra tecnología: la fotográfica. Gran parte de su obra está construida a partir de cámaras que el propio artista inventa o modifica. Así ha creado extensas panorámicas de paisajes o escenas urbanas, mediante un dispositivo que le permitía mover el rollo de película dentro de la cámara mientras realizaba la toma. La precariedad del mecanismo deja huellas en las imágenes que se transforman en los puntos sobresalientes de la composición. Nuevamente, la limitación tecnológica se transforma en valor estético.
Su obra reciente está constituida por una serie de fotografías tomadas desde el aire con una cámara a control remoto adosada a un barrilete. La habilidad para lograr las tomas y la calidad del resultado obtenido son realmente sorprendentes. El proceso nos invita también a reflexionar sobre la tradición de la fotografía artística. Porque si en ésta siempre fue fundamental la mirada del fotógrafo a la hora de realizar el encuadre, aquí el encuadre es el resultado de un acto casi azaroso. El artista se limita luego a seleccionar el material registrado por la cámara, trasladando el valor de su trabajo desde la imagen hacia su proceso constructivo.
En las fotografías de Flavia Da Rin el instante de la toma ha sido igualmente relativizado, porque la artista recompone los registros haciendo coexistir en éstos los fragmentos de diferentes negativos. De esta manera, obtiene imágenes donde la propia artista interactúa consigo misma, en general, en espacios interiores, cotidianos, y en situaciones de gran intimidad.
Mediante este simple proceder, Da Rin sugiere una coexistencia de realidades o la extrañeza del mundo en derredor. Los ámbitos en los que se fotografía adquieren un sentido casi psicológico; por momentos parecen espacios poblados por fantasmas o los escenarios donde se proyectan las diferentes facetas de un ser en pugna consigo mismo.
La configuración de universos personales o íntimos a partir de la cotidianidad no ha dejado de ser una de las vías comunes de la creación artística. La posibilidad de transfigurar el mundo ordinario o sus objetos continúa en la base de la producción contemporánea, y en algunos artistas adquiere una calidad y sutileza notables.
La obra de Daniel Joglar es un caso paradigmático. Utilizando principalmente insumos de oficina, realiza objetos e instalaciones que exhiben una profunda sensibilidad plástica. Compositivamente, sus piezas se enmarcan de alguna manera en la tradición de la escultura; proponen juegos de volúmenes, texturas, materialidades, peso, equilibrio. Pero al mismo tiempo coexisten otros valores casi existenciales, como la fragilidad, la transitoriedad, la presencia o el poder de lo aparentemente insignificante.
Así, en medios actuales o tradicionales, con procedimientos inusuales o históricos, pero siempre con una mirada contemporánea y atenta al entorno, los jóvenes artistas argentinos hacen su aporte a un circuito que necesita renovar propuestas y reformular miradas, que busca en la producción emergente la chispa de frescura y originalidad que aporte a la (eterna) juventud del arte.
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Publicado en:
Revista Todavía, 10, Buenos Aires, abril 2005.
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