Rodrigo
Alonso
En su rescate del acto, su revalorización
del cuerpo y su énfasis en la comunicación directa con el
espectador, la performance inauguró un espacio de difícil
definición y de enorme productividad en el arte contemporáneo.
En la actualidad, con la incorporación de la fotografía,
el video y los multimedios, sus fronteras vuelven a desdibujarse una vez
más.
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Marina Abramovic & Ulay.
Imponderabilia, 1977 |
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Guerilla Art Action Group.
Blood Bath. 1969 |
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Convencidos de la necesidad de un contacto más
estrecho entre el arte y la vida, y en su afán por contrarrestar
las crecientes imposiciones mercantiles sobre la obra artística,
algunos artistas plásticos comenzaron a utilizar sus cuerpos como
vehículo de sus concepciones estéticas.
El resultado de esta práctica, que se conoce con el nombre genérico
de performance, ha dado lugar a numerosas manifestaciones, cuyo
común denominador ha sido la búsqueda de una relación
más directa y espontánea con el espectador, a través
de una exaltación del cuerpo, sus acciones y sus relaciones, en
un espacio y tiempo específicos.
Esta descripción, a primera vista bastante simple, encierra, sin
embargo, una infinidad de posibilidades, lo que ha hecho de la performance
un género de difícil caracterización. Desde la ejecución
de un ritual a la exaltación de un acto cotidiano, desde la provocación
sexual a la contemplación estática, desde la simple autopresentación
del artista a la interacción con objetos, la creación de
situaciones o el desafío del espectador, las obras escapan no sólo
a las categorías artísticas tradicionales, sino también
al concepto de arte como producción de objetos.
Efectivamente, las performances son obras efímeras. De su realización
sólo queda, en el mejor de los casos, una documentación,
si bien a veces puede quedar también un objeto, producido como
residuo de la acción.
El grado de espontaneidad del evento puede ser muy variable, como también
lo es el nivel de participación que se espera del espectador. En
la década del 60 se hicieron muy populares los happenings, eventos
en los que el artista se limitaba a proponer pautas de participación
y el público actuaba según su propia voluntad. En ese tipo
de obras, el rol del espectador era altamente activo, transformándose
en coautor de la propuesta y en determinante de su resultado final. En
la actualidad, si bien la participación del espectador es más
restringida, su presencia continúa siendo un requisito fundante
del evento.
Dada su particular indiferencia hacia la producción de objetos,
la performance se alejó de las problemáticas for-malistas
del arte y se orientó preferentemente hacia el cuestionamiento
de los usos del cuerpo en la sociedad. No es casual que su surgimiento
coincidiera con la aparición y desarrollo de los discursos de liberación
sexual de los 60. Eso ha determinado algunas constantes en sus producciones,
como su insistencia en la desnudez, las connotaciones sexuales de las
acciones o el interés por explorar las relaciones intersexos dentro
del marco de los valores e imposiciones culturales. En años posteriores,
la performance fue el medio privilegiado para la profunda crítica
contra la discriminación social que desplegaron los grupos feministas,
raciales o de liberación homosexual, dado el carácter central
que se asigna al cuerpo y sus representaciones en la definición
de los rasgos de diferenciación.
ENTRE LA OCURRENCIA Y LOS LIMITES
Históricamente, la performance surgió
como contrapartida de la creciente industrialización y mediatización
de la vida cotidiana. Frente a la industrialización, se intentaba
rescatar la creación, la vida, el cuerpo y la naturaleza; frente
a la mediatización, se buscaba recuperar la inmediatez de los actos
y las conductas humanas.
Los accionistas vieneses procuraron ese rescate de la inmediatez de la
vida y la naturaleza a través de impactantes rituales, que generalmente
incluían mutilaciones y sacrificios de animales. Con la exaltación
de la agresividad y el contacto con la sangre, buscaron una aproximación
a estados más primitivos del hombre, alejados de las imposiciones
represivas de las sociedades contemporáneas. Las derivaciones de
esas performances fueron algunas veces bastante sádicas: el caso
más famoso es, sin duda, el del artista Rudolf Schwarzkogler, quien
actuó la amputación de su pene centímetro a centímetro
registrando fotográficamente su acción.
Con los accionistas, la discusión en torno a la obra artística
excede el marco estético proyectándose hacia el moral, en
un movimiento que pone en tela de juicio los valores que fundamentan la
evaluación artística tradicional.
En el extremo opuesto al accionismo vienés se encuentra el denominado
estilo bonito de artistas como Gilbert & George, una pareja de ingleses
que se presentaban a sí mismos como esculturas vivientes, exaltando
la artificiosidad de su ordenada vida cotidiana.
La dicotomía entre actitudes extremas que comprometen seriamente
al artista o su integridad física y acciones de carácter
más lúdico o exterior, acompañará a la performance
a lo largo de toda su evolución histórica. Otro tanto sucede
con la relación establecida entre artista y espectador, que va
desde la simple observación del evento por parte de este último,
a situaciones en las que se genera una proximidad perturbadora o amenazante
entre ambos, y en las que se intenta poner a prueba reacciones y conductas
de carácter social.
En la década del 70, Marina Abramovic y Ulay se dedicaron a explorar
las relaciones interpersonales —en particular, las derivadas de
la diferenciación sexual— en una serie de performances donde
el resultado de dichas relaciones se traducía en conflictos corporales.
En Imponderabilia (1977), los artistas, desnudos, ocupaban los extremos
de una puerta angosta por la que el espectador se veía obligado
a pasar, frotándose contra sus cuerpos.
Las performances de Vito Acconci adquirieron notoriedad por su carácter
abiertamente sexual y por su tendencia a ubicar al espectador en una intimidad
incómoda con el artista. En Seed Bed (1972), Acconci, ubicado debajo
de un falso piso en una galería, se masturbaba en respuesta a los
pasos de los espectadores, haciéndolos partícipes de sus
fantasías sexuales con ellos a través de un sistema de altoparlantes.
Una connotación no menos sexual, pero sí mucho más
atemperada, fue la base de Cut Piece (1975), en la que Yoko Ono, en una
actitud extremadamente pasiva, se hacía cortar la ropa con tijeras
por los integrantes masculinos del público, hasta quedar completamente
desnuda.
Otra orientación común en la performance fue la manifestación
de convicciones políticas o de discursos de cuestionamiento político-social,
implementados generalmente a través de acciones conjuntas.
En 1969, los integrantes del Guerilla Art Action Group se presentaron
en el Museo de Arte Moderno de New York con bolsas de sangre escondidas
entre sus cuerpos. Con fuertes gritos y lanzamiento de panfletos, chocaron
sus cuerpos hasta quedar ensangrentados, cayendo pesadamente al piso.
Los panfletos pedían el retiro de los miembros de la familia Rockefeller
del listado de benefactores del museo. Pasado el estupor general, los
miembros del grupo se levantaron y se fueron caminando, justo antes de
la llegada de las ambulancias.
Cinco años antes, en una acción menos ostentosa, los integrantes
del grupo japonés Hi Red Center habían reco-rrido las calles
de New York con barbijos y guardapolvos, limpiándolas escrupulosamente
centímetro a centímetro, en una acción que buscaba
poner en evidencia el estado de deterioro y decadencia de la ciudad norteamericana.
Pero aún hoy, esa corriente mantiene su fuerza en artistas comprometidos
con la crítica ideológica y social. Para Muerdo a América
y América me Muerde (1997), el artista ruso Oleg Kulik se instaló
en una galería neoyorquina completamente desnudo, viviendo como
un animal -comiendo y haciendo sus necesidades en el mismo lugar, mordiendo
a los espectadores, etcétera- durante todo el período de
su exhibición. En una performance realizada en el 5∞ Festival
Anual de Film Lésbico, Gay, Bisexual y Transgenérico de
Minneapolis-St. Paul en 1994, el artista Ron Athey (HIV-positivo) dibujó
sobre la espalda de una persona HIV-negativa con un elemento cortante,
embebió su sangre en toallas de papel y las arrojó sobre
géneros dispuestos sobre las cabezas de los espectadores, que huyeron
despavoridos, poniendo en evidencia la paranoia social generada en torno
al SIDA.
FOTOPERFORMANCES Y VIDEOPERFORMANCES
Con el objeto de prolongar en el tiempo las performances,
los artistas comenzaron a documentar sus acciones, primero a través
de la fotografía y luego, cuando estuvo tecnológicamente
disponible, a través del video.
La incorporación de la imagen planteó la posibilidad de
realizar obras con el único objetivo de ser registradas, lo que
dio origen a la fotoperformance y a la videoperformance.
En el primer caso, el resultado de la acción suele traducirse en
una secuencia de imágenes. Esta secuencia rescata los
momentos significativos de la acción, produciendo la asociación
de diferentes etapas del proceso, independientemente de su duración.
En la videoperformance, por el contrario, lo que suele conservarse
es el tiempo real de la acción.
En 1974, Lynda Benglis publicó una fotografía suya con un
enorme pene artificial saliendo de su vagina en la revista Artforum,
como parte de una fotoperformance de marcado corte feminista.
En nuestro país, en una actitud no menos desafiante, Liliana Maresca
publicó en El Libertino una serie de fotografías
propias en posiciones eróticas, con el encabezado “Maresca
se entrega todo destino” y su número telefónico.
En Semiótica de la Cocina (1975), Martha Rosler realiza
una parodia de un programa de televisión culinario. Con una gran
agresividad contenida, nombra y enseña uno tras otro el uso de
los utensilios de cocina, poniendo en evidencia la violencia inmanente
a ese espacio socialmente relegado a la mujer, en el que, como señala
la artista, “cuando la mujer habla, nombra su propia opresión”.
La interacción del artista con el producto de diferentes medios
—generalmente sonido, música y/o imágenes en video—
produce lo que se conoce como performance multimedia.
Una de las artistas más famosas en este medio es Laurie Anderson,
quien ha sabido conjugar su práctica en museos y galerías,
con espacios de mayor alcance popular.
En nuestro país, grupos como Ar Detroy o Fosa cultivaron este tipo
de obras. En ambos casos, las acciones de los integrantes del grupo solían
complementarse en imágenes de video o en circuitos cerrados de
televisión, confrontando la acción en vivo con su traducción
mediada.
El circuito cerrado ha sido la base de muchas performances donde
el artista interactúa con su propia imagen o con la de los espectadores
en tiempo real. Durante la década del 70, Dan Graham realizó
toda una serie de obras en las que describía su imagen y la del
público asistente, primero por observación directa, luego
a través de espejos y finalmente a través de las imágenes
monitoreadas. En Tent (1995), Cheryl Donegan utilizó la imagen
de su rostro producida por un circuito cerrado de televisión como
modelo para realizar una serie de autorretratos.
DEL MULTIMEDIA AL HIPERMEDIA
La sencillez de las obras multimedia mencionadas,
contrasta con la espectacularidad de dos artistas que utilizan su cuerpo
para poner en evidencia los alcances de la tecnología actual.
Orlan es una artista francesa que comenzó a realizar performances
durante la década del 70. Ya en aquella época, su obra portaba
una carga netamente feminista y provocadora, con una fuerte crítica
al rol de la mujer en la sociedad occidental: en La Cabeza de Medusa
(1978), por ejemplo, había mostrado su vagina tras una lupa,
mientras en Mise en Scéne para una Santa (1980) había
encarnado los estereotipos femeninos de la santa y la prostituta en una
instalación.
Pero Orlan adquirió inmediata fama internacional a partir de la
década del 90, cuando comenzó a “esculpir” su
propio cuerpo, copiando modelos de belleza femenina de Occidente (la Venus
de Boticcelli, la Psyche de Gérard, entre otras), a través
de una serie cirugías estéticas tendientes a reproducir
sobre su rostro detalles de los mencionados modelos.
Para las operaciones, Orlan se aplica sólo anestesia local, lo
que le permite dirigir el evento —que generalmente registra en video
y que ha llegado a transmitir vía satélite por
televisión— y “animar” la situación mediante
la lectura de textos psicoanalíticos o filosóficos. Asimismo,
Orlan diseña los trajes de los cirujanos y decora la sala de operaciones,
transformando su performance en un espectáculo que profundiza
el contraste entre la superficialidad del pensamiento basado en valores
exteriores como la belleza, el orden o el gusto, y la brutalidad del acto
que lleva a la artista a ajustarse a dichos valores.
Las performances de Orlan están fuertemente ligadas a
la tecnología, pero de una manera ambivalente. Si por un lado la
utiliza para la realización de su obra, por otro confronta su exterioridad
con la carnalidad de su acto. En Entre Deux (1993), Orlan dispuso
una serie de fotografías de su rostro aún no recuperado
luego de una operación, sobre una serie de composiciones digitales
donde su rostro se superponía y fundía con los modelos que
utiliza para sus cirugías, pero sin la mediación del bisturí
y la sangre.
La obra de Stelarc comenzó con exploraciones del propio cuerpo
que el artista realizaba introduciendo cámaras en su organismo
–estómago, pulmón e intestinos- pero pronto evolucionó
hacia la performance biónica.
Para esas performances, Stelarc utiliza un tercer brazo robótico.
En sus comienzos, el brazo era dirigido por los músculos de su
estómago, luego lo fue por un lenguaje gestual, pero hoy puede
ser manipulado desde espacios interactivos.
El tercer brazo es, para Stelarc, una metáfora de la extensión
del hombre a través de la tecnología; también en
él confluye la teoría cyborg de la integración del
organismo con las máquinas.
En sus performances más recientes, Stelarc ha conectado su cuerpo
a Internet mediante sensores. De esta manera, los espectadores dispersos
en la red pueden actuar sobre el cuerpo del artista, dirigiendo sus movimientos
a través de comandos enviados desde sus computadoras personales.
Tanto en la obra de Stelarc como en la de Orlan, vuelven a aparecer los
cuestionamientos en torno a los límites del accionar artístico,
que comprometen la perspectiva de lo moral. El telecomando o la transmisión
vía satélite son formas sofisticadas de interacción,
pero rescatan el vínculo del espectador con el cuerpo del artista
que funda todo acto performático. La telepresencia que conecta
al artista con el espectador revitaliza la inmediatez del vínculo,
pero fundamentalmente, llama la atención sobre el impacto de las
tecnologías en la redefinición de las formas artísticas
contemporáneas.
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Publicado
en:
Mediapolis, año 3, No 5,
Buenos Aires, agosto 1998.
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