Rodrigo
Alonso
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Grupo Fosa. Al Ras. Intervención en Supermercados Jumbo. 2000. |
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Pablo Boneu. Estética de la Omisión. Intervención urbana. Córdoba. 1998. |
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Desde que el ritmo urbano comenzó a dictar el compás del
hombre moderno, las ciudades ocuparon un lugar central entre las problemáticas
promotoras de la producción estética.
El desarrollo de las vanguardias artísticas a comienzos del siglo
pasado estuvo relacionado íntimamente con el surgimiento y desenvolvimiento
de las metrópolis europeas. La obra de los jóvenes artistas
del momento recoge esa influencia en referencias indirectas a su ritmo,
organización y velocidad, y en alusiones explícitas a la
vida ciudadana, su cultura, sus placeres y sus controversias sociales.
Pero las ciudades ejercieron también otras atracciones sobre estos
autores, ya que constituían el escenario privilegiado de la confrontación
política en la que muchos de ellos se encontraban involucrados,
y el ámbito que habitaba el “hombre nuevo” al que dirigían
sus esfuerzos creativos. Era ese, asimismo, el teatro donde resonaba con
potencia la máquina, fuente de inspiración de gran parte
de la estética vanguardista.
Si bien las utopías sobre el hombre nuevo y su destino comunitario
se desplomaron tras la Segunda Guerra Mundial, el arte posterior a la
década del ‘50 no dejó de ser profundamente urbano.
El Pop Art es, quizás, quien mejor verifica esta afirmación,
pero todo el arte conceptual posterior lleva también las marcas
del entorno que impregna la experiencia vital del habitante de las grandes
capitales.
Según Rosalyn Deutsche (1) , la historia
del arte ha recogido este vínculo entre el arte y la ciudad estableciendo
principalmente cuatro tipos de relaciones básicas: (1) la ciudad
como tema del arte, (2) el arte público o arte para la ciudad,
(3) la ciudad como obra artística y (4) la ciudad como influencia
sobre la experiencia perceptual o emocional de los artistas que se “refleja”
posteriormente en la obra.
Uno de los problemas básicos de esta categorización es que
considera al arte y a la ciudad como entidades autónomas y definidas
(2) . Sin embargo, ni uno ni la otra son realidades estables, sino
construcciones parciales en perpetuo cambio y redefinición. Ni
el arte ni la ciudad pueden pensarse como cuerpos coherentes y auto-contenidos,
“a priori” o trans-históricos. Por otra parte, esta
clasificación establece una marcada separación entre los
términos en juego. La ciudad aparece como ajena y externa al artista;
éste puede incorporarla a su obra o verse influido por ella, pero
no se contempla la posibilidad de que la ciudad sea una parte constitutiva
de su trabajo, una voz incorporada a su diálogo con el espectador.
Aceptar una relación fluida e integrada entre el arte y la ciudad
conlleva una serie de riesgos teóricos y prácticos que muy
pocos están dispuestos a afrontar. La convalidación de este
tipo de relación nos llevaría a constatar, por ejemplo,
la ambigüedad de las fronteras entre la obra artística y su
contexto, entre el arte y el no-arte, o a aceptar su confrontación
con un espectador no preparado, que podría decodificar de manera
“errónea” o “aberrante” su sentido o, lo
que es aún peor, no llegar siquiera a detectarlo.
Aún así, la tendencia a abandonar las instituciones artísticas
y trabajar en el espacio público, constituye una estrategia común
en gran parte de los jóvenes artistas argentinos contemporáneos.
Quizás porque sienten que su obra no tiene cabida en dichas instituciones,
porque les resulta difícil acceder a ellas con sus propuestas,
o simplemente porque consideran que la ciudad es el entorno que mejor
extrae la materia significante de sus trabajos, un sector considerable
de creadores ajenos al discurso hegemónico busca manifestar sus
ideas en la arena pública, apelando a la respuesta estética
de espectadores ocasionales y desprevenidos.
Existe, por otra parte, la necesidad de recuperar la ciudad y sus espacios
para la práctica artística. La autonomización de
esta práctica y la de su circuito de circulación, ha producido
un confinamiento asfixiante del sistema del arte que lo ha alejado progresivamente
de muchos de los espacios donde éste era capaz de construir sentido
social. Concomitantemente, el ámbito público ha sido transformado
en patrimonio de las clases dirigentes, de instituciones y corporaciones
que neutralizan su potencial de manifestación y expresión
comunitaria. Esta metamorfosis, paralela al desarrollo de las sociedades
burguesa e industrial, y sustentada en el ejercicio discursivo de los
sucesivos poderes políticos, fue desenmascarada por los artistas
más destacados de la vanguardia con su insistencia en la reinserción
del arte en la praxis vital. Mucho se ha dicho y hecho al respecto desde
entonces, pero el resurgimiento de propuestas orientadas en esta dirección
señala claramente que no se trata de un tópico de manera
alguna clausurado.
En 1989, el Grupo Escombros promovió la ocupación de una
cantera abandonada en las cercanías de la Ciudad de La Plata, convocando
a artistas de todas las disciplinas a conformar un centro de libre expresión
que denominaron La Ciudad del Arte. Esta ciudad no poseía curadores
ni revisores: su organización, colectiva y descentrada, buscaba
precisamente evitar todo marco institucional o coercitivo que regulara
las actividades del encuentro. El lugar elegido era una zona industrial
fuera de circulación, un resto social supuestamente “improductivo”.
Con su intervención, el Grupo Escombros recuperó la productividad
del lugar pero en otro terreno –el artístico– generando
un impacto social no necesariamente menor. Gran parte de los cientos de
artistas que respondieron a la convocatoria eran completamente ajenos
al circuito institucional del arte argentino, como también lo era
el público que asistió a las jornadas del evento. La importancia
de esta magna movilización colectiva excede claramente la mera
evaluación en términos estéticos, proyectándose
al problemático terreno aludido anteriormente, donde la acción
artística tiende a diluirse en su contraparte social.
Partiendo de una propuesta de menor repercusión pública,
pero igualmente evasiva de los marcos institucionales, los integrantes
del Grupo Cero Barrado han intervenido las mesas de numerosos bares distribuidos
por toda la ciudad de Buenos Aires creando obras específicas para
tales soportes. La intención de estos artistas no es, ciertamente,
que las obras sean contempladas como tales, sino que sean “usadas”,
como sucede con cualquier mesa de bar. Se prevé, incluso, que el
cliente pueda intervenirlas y hasta destruirlas, apreciarlas o ignorarlas.
Lo que seguro no se pretende –y el entorno colabora netamente en
este sentido– es que sean sacralizadas por el influjo legitimante
del circuito artístico ni por la mirada diferenciada de sus espectadores.
Apartadas de ese circuito e insertas en un centro neurálgico de
la vida ciudadana porteña, su fruición se confunde con el
rito del desayuno, la lectura del diario, el encuentro de amigos o la
reunión de trabajo, desinteresada e inadvertidamente, reclamando
su lugar en el mecanismo vital de la ciudad.
UN ARTE AL MARGEN
En Latinoamérica, las prácticas
artísticas pensadas para la ciudad se diferencian plenamente de
las similares que se producen en los países centrales. En éstos
suelen existir organismos oficiales o privados que diseñan, financian
o subvencionan el arte público, invirtiendo grandes sumas de dinero
en proyectos tendentes al “embellecimiento” o la “humanización”
del entorno urbano. La obra ingresa a un espacio público organizado
oficialmente, incluso en sus manifestaciones estéticas. El sitio
destinado a su emplazamiento está predeterminado; aquélla
simplemente debe “acomodarse” al lugar que le ha sido asignado,
evitando producir conflictos con el entorno y manteniendo, en la mayor
medida posible, su autonomía respecto del contexto en el que ha
sido ubicada. Su objetivo manifiesto es “estetizar”, para
lo cual todo atisbo de diálogo con el entorno tiende a ser neutralizado,
contenido o “enmarcado”.
Esta concepción es radicalmente opuesta a la que rige las intervenciones
urbanas que se generan al margen de las organizaciones oficiales, y que
constituyen la práctica más común en los países
latinoamericanos. No se trata aquí de reproducir las condiciones
con que las instituciones invisten a sus objetos en un espacio exterior
a ellas, sino de erosionar el principio mismo de la autonomía artística
hasta debilitarlo seriamente, para confrontarlo con la experiencia cotidiana
del hombre común y con horizontes significantes que no han sido
pre-moldeados (o por lo menos, no en un grado importante) por dichas instituciones.
Es así como la ciudad se constituye en un terreno de diálogo,
pero también, en un horizonte de conflicto. Las tensiones propias
del contexto ciudadano se integran a la obra y se hace imposible pensar
en ésta desligada de las condiciones políticas, sociales,
culturales y económicas que atraviesan la experiencia viva de la
comunidad. Su alejamiento del circuito artístico no sólo
redunda en un cambio de ambiente, sino también en la reconsideración
de la obra en función de sus relaciones implícitas con el
entorno socio-político y cultural para el que ha sido creada, relaciones
que el “cubo blanco” de la galería o del museo tienden
a anular.
La irrupción de la obra en el espacio público apela de manera
insistente al transeúnte transformado en espectador casual. Esto
determina la necesidad de optimizar sus aspectos comunicativos, ya que
de éstos depende el grado de participación que se obtendrá
de esta audiencia eventual.
El énfasis en los aspectos comunicativos no implica necesariamente
una adaptación de la obra a los lenguajes o códigos populares
(lo que la traduciría al formato divulgativo de los mass-media).
Se trata, más bien, de resaltar cierta voluntad comunicativa subyacente
en la propuesta original sin descuidar su productividad estética
y su conflicto con el entorno. Los planteos diseñados verdaderamente
para el espacio público dependen de un equilibrio muy sutil y precario
entre los postulados estéticos y el recurso a lenguajes de significación
social, lo que los enfrenta a un alto nivel de riesgo y exposición.
Desprovistos de la red de contención institucional, oscilan entre
la productividad estética y el fracaso semántico más
absoluto, señalando el carácter fundante del contexto concreto
en la configuración de su interpretación y de su sentido
final.
Cuando estas condiciones no se cumplen, las obras apenas pueden liberarse
de las determinaciones discursivas del circuito artístico. Es por
esto que frecuentemente, incluso en los espacios más alternativos,
muchas de ellas no logran franquear el marco institucional. Transplantadas
fuera del circuito artístico son tan herméticas como dentro
de éste, con lo cual su confrontación con el entorno social
carece de todo sentido y su relación con el habitante urbano se
establece en los términos de una indiferencia total.
La negación del marco institucional interpretativo determina la
necesidad de construir un entorno de meta-comunicación que califique
la intervención o la acción, en vistas a evitar su completa
asimilación en el contexto con la consiguiente pérdida de
su eficacia conceptual, estética o reflexiva. Estos aspectos meta-comunicativos
son difíciles de generar, lo que muchas veces pone en peligro el
destino y los objetivos de estas intervenciones.
Para la conmemoración del cincuentenario de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos, Alejandra Bocquel y Carina Ferrari
ejecutaron una acción pública cuya interpretación
dependía de tal instancia meta-comunicativa. La acción consistía
en la exhibición de carteles con frases verbales discriminatorias,
formadas por una referencia a un grupo social o cultural y una expresión
calificativa ofensiva invariable (“gordo de mierda”, “macho
de mierda”, “sudaca de mierda”, “puto de mierda”,
“yanqui de mierda”, etc.). En su recorrido por las innumerables
expresiones discriminatorias de este tipo que circulan socialmente, las
artistas ponen de manifiesto no sólo su realidad puramente lingüística,
sino también, la imposibilidad de no verse involucrado en una de
ellas. El juego combinatorio es tan arbitrario como la discriminación
misma. Pero para llegar a esta conclusión, es necesario acceder
al nivel meta-comunicativo (en este caso, irónico) de la pieza.
En todo otro caso, la obra puede ser entendida como ofensiva y discriminatoria,
precisamente en el sentido inverso al que pretende circular.
Las recientes acciones de Fabiana Barreda, pertenecientes al proyecto
Hábitat: Reciclables (1999), transitan un riesgo similar ante la
ausencia del marco institucional interpretativo. Su irrupción en
el espacio público ha sido acompañada por reacciones de
sorpresa y aprobación, pero también, de desconfianza e indignación.
Vestida con un traje conformado por el packaging de productos alimenticios,
Barreda realiza un pequeño ritual con la gente en el que transforma
un producto de consumo en una pequeña vivienda imaginaria en las
manos abiertas de sus interlocutores. Sin embargo, muchos de éstos,
temerosos ante la presentación tan extraña de la artista
o acobardados ante la posibilidad de ser los blancos de una broma –debido
a la generalización de las cámaras ocultas en la televisión–
generan una resistencia que muchas veces coarta la ejecución y
el sentido de la performance. Es en este enfrentamiento a ciegas con los
horizontes interpretativos reales de la gente, donde estas acciones reflejan
el carácter conflictivo de las fronteras entre los contextos intra
y extra-artísticos.
LA CIUDAD, ESCENARIO DE CONFRONTACIÓN
Por su misma naturaleza, la intervención
urbana es netamente política, en tanto se perpetra en el seno de
la vida ciudadana, sin anuncios ni señales. La mera ocupación
o actuación en el espacio público, establece una tensión
entre éste y quienes, conmoviendo los órdenes implícitos
de la estructura social –su “habitualidad”– se
apropian de la ciudad, transformándola en el escenario de sus proposiciones
particulares. Este conflicto suele proyectarse hacia una reflexión
sobre los lábiles límites entre lo público y lo privado,
uno de los ejes semánticos más comunes en este tipo de intervención.
Sin embargo, las implicancias de estos actos exceden ampliamente ese aspecto
evidente. Como teatro de fuerzas sociales, políticas, culturales
y económicas, la ciudad constituye un campo de negociación
de representaciones, roles e identidades en el que se ponen de manifiesto
–por momentos, en formas muy crudas– las discrepancias e incomplementariedades
de amplios sectores de la sociedad.
En su entramado profundo, la ciudad alberga luchas de poder, sistemas
de diferenciación y discriminación social, zonas de visibilidad
y de exclusión espacial, conflictos entre el patrimonio público
y la propiedad privada, dispositivos de coerción y aparatos de
opresión, normas de convivencia comunitaria, sub-grupos que minan
la identidad colectiva con sus identidades particulares. Aún cuando
una obra se oriente sólo a un sector de este complejo y problemático
tejido, lo cierto es que la totalidad conforma el contexto semántico
del que finalmente emanará su sentido.
Veámoslo en algunos ejemplos. En Buenos Aires, el Grupo Fosa ha
comenzado recientemente una serie de performances que consisten en dormir
en espacios públicos. Con unas simples bolsas de dormir, los artistas
modifican el entorno comunitario introduciendo en él una elemental
acción cotidiana, posicionando en el ámbito colectivo un
acto supuestamente privado. El planteo parece elemental, pero basta ver
la reacción de la gente a este desajuste en la estructura de la
realidad para comprobar el carácter altamente problemático
que involucra. El cambio de contexto produce una tensión que no
se resuelve fácilmente en la confrontación entre lo público
y lo privado. Para los habitantes de una ciudad como Buenos Aires no es
inusual encontrar personas durmiendo en la calle; de hecho, el drama de
los “sin-techo” ha adquirido una amplia notoriedad en los
últimos años. Sin embargo, los integrantes del Grupo Fosa
no pertenecen a ese sector social sino, con mayor probabilidad, al de
los transeúntes que se encuentran con estos cuerpos inertes en
la ciudad. No parecen estar allí por necesidad sino por algún
motivo incomprensible; ese motivo ignoto es probablemente uno de los elementos
más perturbadores en las performances de la agrupación.
Lo más curioso es que, si bien la obra ha sido diseñada
en respuesta a un hecho generado estrictamente dentro del circuito artístico
–un acto de censura (3)– su
emplazamiento en la ciudad la ha dotado de fuertes connotaciones sociales,
que se captan fácilmente en las reacciones de los propios ciudadanos;
concretamente, éstos suelen interpretarla como un acto de protesta
por la ausencia de trabajo o de una política de vivienda eficaz,
incorporando la acción del grupo al ámbito de sus propias
preocupaciones sociales.
En el extremo casi opuesto se encuentran las señalizaciones del
Grupo Costuras Urbanas de la provincia de Córdoba. Mediante un
sencillo acto, los integrantes del grupo exhiben las modificaciones del
espacio público surgidas como consecuencia de la política
económica liberal de los últimos años, designando
literalmente las privatizaciones del patrimonio colectivo. Aquí,
los conceptos público y privado están enraizados en el discurso
económico-jurídico del derecho a la propiedad, pero para
un país con una tradición estatista como la Argentina, involucran
asimismo una cuestión de identidad nacional. Las señalizaciones
remarcan que cada vez existen menos lugares donde uno puede sentirse “como
en casa” en tanto crece, invisible y subrepticiamente, la corporativización
y expropiación del patrimonio común.
Dentro de la misma realidad, pero desde una perspectiva algo diferente,
Jorge Aregal ha trabajado sobre el discurso corporativo de las empresas
privatizadas y su particular manera de dirigirse a sus usuarios. Aplicando
las estructuras formales de las comunicaciones epistolares corporativas
a situaciones absurdas emplazadas en el espacio público –a
lo largo de las vías del tren de la ciudad de Mendoza, abandonadas
por la falta de rentabilidad de este sistema de transporte– el artista
provoca un cortocircuito semántico en el eventual receptor del
mensaje. “Queridos visitantes: Muchos de los objetos situados en
este lugar se encuentran activados. No tocar. Muchas gracias. Felicidades”,
reza uno de los carteles, ubicado en un entorno desolado, mientras otro
recomienda: “A nuestros queridos e inquietos jóvenes: Está
terminantemente prohibido tocarse. Evite consecuencias. Denúncielo.
Gracias y a triunfar!”. En el carácter aparentemente absurdo
de los mensajes, se esconde un discurso altamente autoritario aplicado
al espacio público, que Aregal pone al desnudo con humor, pero
también, con implacabilidad.
Los integrantes del Grupo Arte Callejero han recurrido a los carteles
y las señalizaciones, pero con un objetivo bien diferente. Sustentados
en la historia política reciente, utilizan esas formas de marcación
para destacar públicamente los lugares en los que habitan los militares
que protagonizaron la represión ilegal durante la última
dictadura. Esta acción tiene un equivalente en los “escraches”
que realiza la asociación H.I.J.O.S., una sucedánea de las
agrupaciones Abuelas y Madres de Plaza de Mayo. En estos escraches, grupos
de militantes se manifiestan frente a las casas de los represores, alertando
a sus vecinos y al pueblo todo sobre la presencia de estos personajes
en el seno de la sociedad. El Grupo Arte Callejero ha encontrado una solución
estética, no por eso menos política, a la práctica
del escrache. Esta solución se apropia de la materialidad discursiva
comunitaria y de sus sistemas de señalización para generar
un mensaje de mayor duración, traducido al lenguaje de la ciudad
y sancionado enunciativamente por sus propios habitantes.
FIGURAS EN EL PAISAJE GRÁFICO
En su afán por intervenir masivamente sobre
el espacio urbano, algunos artistas han utilizado uno de los medios de
expresión más difundidos en este ámbito: los carteles
publicitarios. Producidos artesanalmente o recurriendo a medios industriales,
estos carteles se integran con facilidad al lenguaje de la ciudad, disimulándose
sin inconvenientes en su paisaje visual.
Sin embargo, y a diferencia de los afiches comerciales ordinarios, los
producidos por artistas constituyen indefectiblemente una presencia disruptiva
en el panorama gráfico de la urbe. Más allá de sus
objetivos concretos –sorprender o concientizar, confrontar o promover
la participación de la gente– su ubicación en el espacio
público se establece siempre en el marco de un campo de tensiones
desde donde se interpela con fuerza al transeúnte, en un intento
por capturar su atención, neutralizando, al mismo tiempo, la competencia
de la sobrecarga publicitaria de sus vecinos.
Supuestamente, los afiches constituyen una de las formas de comunicación
social más eficientes. Sin embargo, su estatuto no es estrictamente
comunicativo sino difusor de mensajes, en tanto no prevé una vía
de respuesta de la misma efectividad. Su emplazamiento urbano no desestima
la acción de la gente, pero no han sido diseñados para promover
tal acción.
Últimamente, y siguiendo algunas tendencias del marketing contemporáneo,
el cartel ya no se define por lo que promueve sino por su pura presencia.
Se busca saturar el entorno de los caminantes con una imagen reconocible
y no comunicar ni describir las bondades de una oferta. El reemplazo de
la promoción del producto por la primacía de la marca enfrenta
al observador a un universo de símbolos visuales sin profundidad,
nimios pero omnipresentes, bajo los cuales el espacio social se diluye
en una profusión de efectos gráficos y esloganes ingeniosos,
que sepultan las condiciones reales de la existencia ciudadana.
En 1998, Pablo Boneu se propuso contrarrestar la sobrecarga informativa
mediante afiches vacíos que produjeran un descanso visual e intelectual,
ante al elevado nivel de polución de imágenes que introducen
los carteles publicitarios. Su intervención se conoció como
La Estética de la Omisión, y si bien la propuesta parece,
a primera vista, muy sencilla, tuvo que esperar casi un año para
su realización, ante la recurrente negativa de las agencias de
publicidad a permitir que tal acción tuviera lugar. En una sociedad
en la que cada centímetro de espacio gráfico cotiza a un
valor muy elevado, la propuesta de una intervención de este tipo
constituye un acto altamente problemático. De todas formas, la
reacción parece exagerada, sobre todo si pensamos que el promedio
de duración de los carteles en la vía pública fue
inferior a los tres días.
Desde su creación, el Grupo La Mutual Art Gentina ha incorporado
el afiche callejero como medio principal de manifestación. Sus
intervenciones integran frases famosas con las de sus integrantes, en
tópicos que van desde la declaración política hasta
la poesía, canalizadas a través de carteles coloridos y
de composición uniforme, que invocan la atención del peatón.
El sentido general de las frases propone una reflexión sobre la
realidad actual, tanto cultural como política, exigiendo que el
transeúnte se olvide por un momento del sobrecargado ritmo ciudadano,
trocando la lectura en un instante de meditación.
La exigencia de los carteles de Carlos Filomía es aún mayor:
sus dibujos con viñetas vacías están diseñados
para acoger la participación activa de los paseantes de la ciudad.
El artista suele realizar estas intervenciones en épocas cercanas
a las elecciones políticas. En esos momentos especiales, donde
la gente parece necesitar vías para expresar su opinión
sobre las acciones de gobierno y las promesas electorales, la ciudad se
cubre de estos carteles enigmáticos que incitan a la manifestación
pública de las ideas. Los afiches se pueblan entonces de críticas,
bromas, insultos, reclamos, expresiones de indignación, impotencia,
burla o dolor. La obra se transforma así en una vía para
la liberación de fuerzas ocultas y reprimidas, un espacio de acceso
público para quienes no suelen tener tal acceso, un ámbito
de expresión anónima, sin censuras ni restricciones, que
funciona como caja de resonancia de los discursos subyacentes en el entretejido
social.
Por su forma comunicativa directa, el afiche es quizás uno de los
medios más efectivos para interpelar al ciudadano. Sin embargo,
desde el punto de vista artístico, su efectividad no es necesariamente
superior a la de otras formas de intervención pública. Tanto
los carteles como las acciones y otras formas de presencia en el espacio
público, dependen en última instancia de la puesta en funcionamiento
de dispositivos conceptuales que superen la mera estetización y
el mero impacto sensorial, en vistas a la conformación de un sentido
que recupere los aspectos más emblemáticos del discurso
social para el arte. Ciertamente, existe otro elemento primordial en la
caracterización del conjunto: el particular momento histórico
en el que las acciones e intervenciones han tenido lugar. Todas ellas,
sin excepción, dependen de este modificador histórico en
el que finalmente se resuelve la fuerza de su propuesta conceptual.
Los acontecimientos cambian, el tiempo pasa, y la historia del arte sigue
insistiendo en su manía objetualista. Sin embargo, pocas experiencias
estéticas consiguen, como éstas, capturar la productividad
del hecho artístico en su significación social y cultural,
exhibiendo, al mismo tiempo, sus propias limitaciones y las del circuito
artístico del que, finalmente, extraen su sentido.
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Publicado en:
Jornadas de Teoría y Crítica.
La Habana: VII Bienal de
La Habana, 2000.
Notas
(1) Deutsche, Rosalyn:
“Alternative Space” en Wallis, Brian (ed): If You Lived Here...,
Dia Art Foudation/Bay Press, Seattle, 1991. Deutsche no subscribe esta
categorización, sino que la formula para luego criticarla. Algunas
de esas críticas aparecen en el párrafo siguiente.
(2) Véase la nota anterior.
(3) Durante una video performance en
el marco de la fiesta anual del Museo Nacional de Bellas Artes, el director
del museo (Jorge Glusberg) decidió “acortar” la pieza
desconectando el proyector de video. En reacción, los integrantes
del grupo se acostaron en el piso de la sala hasta que terminó
la fiesta.
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