Rodrigo
Alonso
Esperar. Esperar. Esperar.
Como en el cuento de Borges, a veces no hace falta más que eso.
El utilitarismo liberal nos ha llevado a considerar que toda ocupación
no productiva del tiempo constituye una pérdida a evitar. Sin
embargo, la mayoría de los procesos significativos sólo
requieren de esa dimensión: el tiempo.
Diego Bruno extrae un precioso material de trabajo de los vacíos,
las inercias, los hiatos, las esperas. Potenciando al máximo esos
resquicios supuestamente insignificantes, pone en funcionamiento un mecanismo
intelectual en el que las narrativas tienden a cero y al que el espectáculo
visual no ha sido invitado. Su ascetismo formal sólo tiene equivalente
en la precisión con la que instrumenta cada procedimiento, cada
medio y cada concepto.
Las obras de Bruno parten de un minucioso análisis del mundo real;
como sostenía Alberto Greco, ningún otro punto de partida
parece necesario. A partir de allí, el artista pregunta con insistencia.
Cualquier situación o acontecimiento es igualmente válido,
en la medida en que pueda aislarse y estudiarse en profundidad.
A diferencia del dramaturgo clásico, Bruno prefiere lo cotidiano,
el instante imperceptible, la rutina. Su atelier es el inagotable universo
de lugares y sucesos que puebla el más trivial de los recorridos
urbanos. A la manera de Brecht, un sutil extrañamiento transforma
el hecho repetido en un incidente extraordinario. En cada repetición,
un conflicto se agudiza y un sentido se gesta y florece.
Explicitando su descendencia duchampiana, el artista hace gala de una
literalidad elocuente y de la “broma intelectual”. Los juegos
del lenguaje, y especialmente sus paradojas, tienen además un
referente confesado en la filosofía analítica y en la obra
de Ludwig Wittgenstein. Su concepción del tiempo bebe en el existencialismo
alemán, si bien su predilección por lo habitual atempera
las grandilocuencias del pensamiento germano, proponiendo a cambio una
reflexión más sensible e inmediata.
Aun cuando todo el planteo conceptual suele presentarse desde el comienzo,
el suspenso es un engranaje clave de las piezas. En primer lugar, porque
pone de manifiesto la incompletud de nuestra relación con la realidad
y la fragilidad de nuestros lazos con ella. En segunda instancia, porque
nos ubica en un estado de suspensión que entorpece nuestros sentidos
habituales, y que por eso, quizás, los enriquece. Y finalmente,
porque nos ubica ante los límites del lenguaje, reforzando la famosa
sentencia del filósofo austríaco, para quien “sobre
lo que no se puede hablar, es mejor callar”.
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Publicado en:
Diego Bruno (cat.exp.). Buenos Aires: Galería
Ruth Benzacar, 2004.
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